Desgarrado por una profunda emoción he leído el libro de Emily Dickinson que Chus Visor ha tenido el acierto de publicar, con traducción impecable de José Luis Rey. La escritora fue capaz de envolver en lenguaje poético su pensamiento profundo. Al adentrarse en los 1.775 poemas que incluye el libro, transita el lector por los paisajes de la tierra y del alma entre dos fuerzas contrarias que le solicitan: el amor y la muerte.

Emily Dickinson terminó encarcelándose en su propia habitación para sentirse libre. Vestida siempre de blanco, sensible al último suspiro, solo publicó cinco poemas cortos pero dejó escritos cuarenta tomos que su hermana Lavinia descubrió tras la muerte de la poeta del amor incierto. Juan Ramón Jiménez se dio cuenta de la dimensión lírica de Emily Dickinson y tradujo - “degusto un licor nunca destilado en cálices tallados en perlas”- algunos poemas de la solitaria de Amherst.

Dickinson es uno de los cuatro pilares de la gran poesía estadounidense del siglo XIX junto a Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman y, sobre todo, Edgar Allan Poe, el enamorado de Virginia y de sus ojos de almendra triste, el que se devastó ante el sepulcro de Ulalume -¿dónde estás Ulalume, dónde estás?- el que deslumbró a Baudelaire, erizó a Rimbaud y Verlaine, estremeció a Borges en las esquinas rosadas y asombró a Baroja y Nabokov, a Mann y Nietzsche, también a Rachmaninov y Debussy.

“La sensación física de que te levantas la tapa de los sesos, eso es la poesía”, escribió Emily Dickinson. Entre el temor y el temblor, la poeta adoró a un sacerdote, el reverendo Charles Wadsworth, y se entregó, tal vez, al amor oscuro con Susan, la esposa de su hermano, si bien todo quedó, según algunos biógrafos, en la virginidad y el platonismo. Lavinia, la hermana confidente, la Vinnie de los reposos de Emily, jamás levantó el velo que transparentaba su vida íntima.

La poeta - “yo derramé el rocío y me llevé la mañana”- encerraba un ataúd en su pecho en lugar “del pájaro de la vida”. Era “una mendiga a las puertas de Dios”. “Mira qué fácil es morir para cualquiera como tú”. En un poema misterioso habla de Aracné sobre el plano de Gasa, con el eco de las hilanderas, de las moiras, Cloto, Láquesis y Átropos, que tejen y destejen el tapiz de la vida y de la muerte. Frente a tanta desolación se alza el amor acunado en la tierra memorial. Nacen enseguida las flores más tímidas. “¡Oh, ten cuidado entonces, no sea que tu arroyo se seque en el ardiente mediodía!”. Sobre el alba del amor se hace extensa la mañana y más hondo el ocaso. Su amado, su amada, reía con la brisa, “entre árboles pensativos”. El dolor de querer, el hielo abrasador de Quevedo, el fuego helado, extermina el alma de la poeta. Su corazón ambiguo solo se ensancha junto al mar. No sale de casa pero “el cerebro tiene corredores que sobrepasan el lugar material”. Emily Dickinson se adelanta un siglo en la expresión poética y va incluso más allá del realismo mágico y del surrealismo. Su poesía es un prodigio. Los ojos del amado, de la amada, le parecen “el rocío del verano” y “sus labios de ámbar jamás abiertos”, la estremecen. Cómo será su sonrisa, se pregunta la escritora, como si esa fuera “la voluntad de plata” del rostro enamorado. En la noche “que los escarabajos aman”, Emily Dickinson no se atreve “a estar tan triste”. Defiende su “sucio y pequeño corazón”, porque “es libremente mío” y conoce la angustia del gozo junto al ser amado en la “inundación de la primavera”. Escribe sobre la impetuosidad del Calvario y la zozobra de Getsemaní, mientras su balandro de ámbar naufraga junto al “marinero púrpura” entre los mares del éter.

El amor, en fin, lo puede todo excepto alzar a los muertos. Cuando un pobre le pregunta por un hogar de acogida, Emily Dickinson contesta que “sabía un sitio, así es que le di la dirección del cementerio para ahorrarle una mudanza”. Aquejada de la misma enfermedad de Mozart, el mal

de Bright, escribe su última carta, “Me llaman”, para dejar ahorcada en el árbol de su intensa obra poética la pregunta atroz: “¿Es Dios el enemigo del amor?”.