El poeta robustece sus versos tras un copioso equipaje cultural. Desde Safo a Walt Whitman, desde el tebeo a la cátedra, desde los clásicos a la vanguardia, desde la filología clásica a la moderna expresión literaria, nada escapa a la mirada avizor de Luis Alberto de Cuenca. Siempre me he preguntado qué hacía un hombre de tan sólida formación entre los políticos ignaros y ocurrentes.
He leído con interés el Cuaderno de vacaciones en el que Chus Visor ha agavillado los poemas del amor y de la muerte del autor de Fiebre alta. Entre la esperanza y el pesimismo, Luis Alberto de Cuenca escribe: “El amor y la muerte siempre ganan”. El rey de Uruk, el Gilgamés babilonio, despedazó la idea de la eterna juventud. “La muerte va dibujando abismos a mi espalda”. Los años no perdonan. Se enturbian los horizontes. El poeta siente el aliento de un más allá en el que apenas cree, como en la desolación de José Hierro, “qué más da que la nada fuera nada/ si más nada será después de todo, /después de tanto todo para nada”. La espalda de plata viva de la amada, sus hombros dorados, sus labios incandescentes, la avidez de su saliva, no consiguen cicatrizar los versos de la melancolía, la palabra entumecida de Luis Alberto de Cuenca. Ni siquiera la soledad le reconforta ante el tiempo que se va para no volver. “Tú, madre mía, soledad aún puedes salvarme de este olvido que amenaza con sembrar de silencio las llanuras sonoras de mi alma”.
El recuerdo, sin embargo, le estremece: “Solo verla quemaba. Era una hoguera su cuerpo, hecho de sueños estivales y de tórridas noches en la playa”. Clava “dos cruces en el monte del olvido” porque “el amor es un barco a la deriva” y “las estrellas van muriendo de frío lentamente”. Quiere el poeta olvidar el pasado. “Ven al fuego de las hojas desnudas, de las lanzas rotas y los caballos sin jinete”. Es el haiku certero: “Bajo tus alas hay un bosque profundo que no conoces”.
Entre las hojas de hierba de Whitman y las flores del mal de Baudelaire, Luis Alberto de Cuenca vuelve los ojos, entristecido y turbio, a Edgar Allan Poe: “Los que van a morir le saludan, maestro”. Menos mal que, entre tantas brumas y presentimientos, aparece Alicia. El poeta “no cree ya en nada que no sea el amor con que me hieres”. Todo gira en torno a ella. No hay nada “que no sea su glorioso cuerpo desgastado por las decepciones y por los desengaños, pero erguido como un árbol al viento de la vida que se lo lleva todo por delante: esa es mi religión, esa es la única visión de lo sagrado que conozco”. Luis Alberto de Cuenca se recrea en los sonetos del amor oscuro que convirtieron a Lorca en el primer poeta del siglo XX. “¡Un olifante, pronto que me muero!”. Vuelve los ojos a la canción de Roldán en el ciclo legendario de Carlomagno. Le consuelan las lecturas. Vive entre poemas y suspiros. Sabe que su amada tiene también el alma inclinada a la melancolía y que, por eso mismo, es delicada y profunda.
Se prepara nostálgicamente para la cena que recrea y enamora de Juan de la Cruz, “con el fulgor que de la luna baje a acampar en tus muslos de azucena”. Pero tiene miedo, miedo de escuchar “la voz lúgubre de la noche”. Siente el aliento de la muerte. No se escapa ante su rumor. No esconde la cabeza. Qué pena, escribe, qué pena estar tan cerca de la muerte. Su lamento recuerda a Rubén: “y la carne que tienta con sus frescos racimos y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos y no saber adónde vamos ni de dónde venimos”.
ZIGZAG
Carlos Aragonés ha coordinado un número espléndido de Nueva Revista, la publicación a la que dio vida Antonio Fontán, miembro del Consejo Privado de Don Juan III de Borbón, y hombre de indiscutido prestigio. Sobre letras, leyes y gobernantes escriben, entre otros, Fernando de Meer, Josep Miró, José María de Areilza, José Luis Álvarez -sagaz artículo el suyo-, Pablo Pardo y Jorge Lanzaro. Excelente trabajo el de Miguel Ángel Garrido como editor del impulso creador de Aragonés.