“Mi madre era tan pobre que como no tenía nada que darnos nos cubría la cara de besos y luego se echaba a llorar”. Graciano García cita este verso de la sabiduría popular asturiana, iluminando hasta el fondo su paisaje personal de la tierra y del alma.
“Para prolongar mi primavera -escribe- ya están aquí mis setenta y cinco años”. Sencillo, espontáneo, el sentimiento profundo, descarnado el ánimo, el poeta escribe tendido entre las hierbas de su Asturias querida, y espera. Ha vivido una vida complicada, a veces de alto riesgo. Para él, futuro y esperanza han sido inseparables como la arcilla y el agua, el musgo y la fuente, la vela y el viento. Nunca supo lo que era el odio ni la envidia, “la devastadora envidia”. Mantiene la memoria débil y el perdón generoso para la España cainita de la guerra incivil. Desconoce el rencor, ignora la venganza. No olvida que está hecho de arcilla y de barro. Le parece ridícula la vanidad que nubla la inteligencia. Rechaza el fanatismo, la intolerancia, las verdades absolutas, la frivolidad siempre tan ridícula. Desconfía de los iluminados y repele a los enloquecidos por la soberbia y el poder. También a los que nunca dudan. Admira la fortaleza de la espiga y del junco frente a la violencia del viento y la tormenta. Alejado de cualquier vanidad, proclama con la humildad de sus versos que no ha herido a nadie, que no ha traicionado a nadie, que no ha claudicado nunca ante la amenaza o la coacción de ningún poder.
Graciano García ha aprendido a custodiar las raíces de la memoria. Escribe su autobiografía poética sin un aspaviento, sin una presunción, con resonancias lejanas a Machado, el hombre bueno en el mejor sentido de la palabra. Desde niño aprendió el poeta que el río suaviza la dura y áspera piel de las piedras. Su patria asturiana, cavada en la montaña por las manos del agua, del rayo y del tiempo, simboliza su devoción más sentida. Graciano reparte entre los que lo necesitan todo lo que tiene, lo mismo los bienes de la tierra que los del alma. Admira en las laderas de su paisaje la floración del piorno, del brezo y del tojo y le agrada madrugar cuando la luz devuelve los caminos a la hora del rocío.
En Una tierra, una patria, un alma, Graciano García le tira dentelladas a la luna para que las estrellas enciendan el más alto de todos los fuegos. Considera su profesión de periodista como la más hermosa, la más digna y pobre, la más herida y sin cicatrizar. Recupera la palabra pedernal para alentar la libertad y quebrar las cadenas.
Superada la guerra incivil, la que nadie ganó, escucha el canto eterno del mar y goza del tibio sol y del orbayo. Se reafirma, como Ulises cuando navegaba hacia Ítaca entre Escila y Caribdis, en los valores y principios esenciales que aprendió en el hogar familiar. Nunca le quitó el pan a nadie y compartió lo poco que tenía. Arriesgó siempre su hacienda y su sosiego para alentar lo que nos hace libres, la verdadera riqueza, el oro que no brilla, la dignidad máxima que es la cultura, el amor a la sabiduría, la luz que no anochece. Se esfuerza el poeta, el hombre de bien, por librar a su entorno, a la sociedad en que vive, del trauma de la dictadura interminable, mezquina e ignorante, que nos aisló del mundo y de nosotros mismos. Proclama Graciano García el derecho a la belleza y la esperanza y se niega a claudicar ante la mentira. Como Don Quijote prefiere el camino a la posada.
Se encuentra, en fin, satisfecho de vivir como ha vivido y tiene la esperanza de que sus versos sean leídos por las niñas y los niños cuando del fuego de su vida solo quede la ceniza. Sabe que, aunque sea cierto lo que anhela, la realidad es frágil y el que espera desespera. Pero mantiene sus creencias con la valentía del roble frente al viento y la tormenta. Está seguro de que la ceniza se convertirá de nuevo en llama.