Alwin van der Linde, paisajes de la tierra y del alma
Con aliento surrealista y añoranza de René Magritte, Alwin van der Linde presenta en la galería Ansorena una exposición que impresiona a los espectadores. Estamos ante un pintor de largos éxitos y meditado entendimiento del ser profundo de la pintura, del concepto liminar del arte. Linde elabora sus cuadros desde la más completa independencia, ajeno a las modas y a los modos, a las instalaciones y a las exigencias de la crítica voraz. El artista pinta los paisajes de la tierra solo cuando son sus paisajes del alma y, desde el realismo conceptual, desborda autenticidad y originalidad.
La pintura, a lo largo del siglo XX, se ha literaturizado. Media docena de críticos en los principales países -Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia, España- han impuesto su ley, en cada generación. Un porcentaje alto de los pintores, incluso de los grandes pintores, no pintan lo que creen que deben pintar. Pintan para conseguir la opinión favorable del crítico dictador. Los artistas que quieren mantener su independencia, salvo rarísimas excepciones, son zarandeados con ira. Hay que formar parte de la secta, de la servidumbre al crítico. El mayor mal de la pintura actual, según escribió en su día Cirlot, es precisamente la literaturización. Las artes plásticas se han convertido en literatura. Se pinta según los críticos dictadores aseguran que se debe pintar.
Cuando Wassili Kandinsky publicó su libro Punkt und Linie zu Fläche, trazando las líneas primordiales del arte abstracto, gran parte de los movimientos artísticos del mundo respondían ya a un afán de esquematización y de síntesis, nacido del denominador común del simbolismo. En este sentido, alcanzaba su máxima intensidad el expresionismo, que para el historiador cimero de los ismos, no es otra cosa que "el arte producido por la insurrección desbordante del principio de expresión".
Van Gogh, tal vez el primer expresionista, resumía su intimidad angustiada y su desasosiego en estas palabras: "Yo quisiera pintar a los seres con un no sé qué de eterno". Toda la escuela expresionista parece haber surgido, con violencia, del abismo más desgarrado del ser. Es un arte sin equilibrio, tumultuosamente disgregado, invadido por figuras alucinantes, agitadas y contorsionadas, que producen una infinita sensación de caos, reflejo exacto de la crisis que comenzaba a zarandear al mundo. El expresionismo granaría con la obra de Rouault y alcanzaría su vivencia de máxima angustia en Kokoschka, figura inteligentemente interpretada por Hans Platschek.
En España, el abstractismo posterior, triunfante en el Nueva York de Rothko y Pollock, de Kline y Kooning, tributarios de nuestro Miró, se manifestó hace más de medio siglo de forma poderosa con Tapies, Oteiza, Chillida, Chirino, Ferrand, con la obra llena de fuerza, de inquieta zozobra por la búsqueda, del grupo de Madrid El Paso, formado por Antonio Saura, Manuel Millares, Rafael Canogar, Luis Feito, Manuel Viola y mi inolvidado amigo el gran Manolo Rivera.
El hiperrealismo reaccionó ante la marea de aquellas vanguardias hoy anchamente superadas y Antonio López se alzó como referencia nacional e internacional, igual que Wyeth en los Estados Unidos de América. No sería justo alienar a Alwin van der Linde en el hiperrealismo. Su pintura tiene perfiles fuertemente originales y desvela la personalidad de un artista plural que recorre en soledad sus caminos vitales. Se mueve en un realismo conceptual.
Lo que de verdad le interesa a Linde de la pintura "es la posibilidad de crear una ventana abierta al misterio". Quien haya visto su exposición en Ansorena sabe que esa afirmación refleja la verdad y que la obra de Linde es la "comunión directa entre la mente y la pintura", idea condensada en sus paisajes a veces estremecedores de la tierra y del alma.