No se trata de una novela. Es un largo poema hablado ante el catafalco de la madre muerta, la voz a ti debida, “corazón de mis entrañas, viva muerte, en vano espero tu palabra escrita”, con versos de Federico García Lorca no citado y lienzos abstractos de Jackson Pollock, perro en corazón, voz perseguida, silencio sin confín, lirio maduro, Ferdydurke insólito, Witold Gombrowicz en la penumbra.
El autor, Emilio Arnao, está soleado de Baudelaire y Verlaine, de Salvago y José Hierro, qué más da que la nada fuera nada si más nada será después de todo, después de tanto todo para nada. La escritura negra de los lirios desgrana ante la madre muerta, “tan bella como los otoños cuando se alargan”, los recuerdos que se encienden en los árboles arborescentes del poeta: la niñez con Isabel, la chiquita que le rompió el corazón; la adolescencia, “años perdidos en un mar sin líquenes”; la abuela que murió en un manicomio; la época atroz en que la madre, a los catorce años, trabajaba de criada en casa de un marqués; el padre que cavaba y araba de sol a sol, que tocaba el clarinete y falleció en un accidente de tráfico; la madre, otra vez, que al quedarse sola se encendió como un relámpago, avivó el complejo de Edipo y estalló en el incesto sin paliativos. “Sabes, hijo, yo te amo, pero no como ama una madre a un hijo, sino como ama una mujer a un hombre”.
Y él, el escritor se perdió en sus “labios fugitivos”, en su figura “delgada como las pinceladas de Picasso”, “emborrachada de tucanes de oro”, “lúgubre como la alborada tronante”, la piel incomprendida, la cintura clamorosa. Él, el poeta, se dejó llevar “porque en esta vida si no haces uso del espaldar y del ñeque te quedas en el aire, en el vacío, en el spleen parisino, en la nada…”
Aromatizado por los sahumerios, el autor organiza orgías de cuerpos amontonados sobre el lecho familiar y se rinde, lo que exacerba los celos de la madre, ante Leticia, “expuesta al picotazo de los pájaros sublimes”, los pechos inaccesibles, la cadera en agraz, chorro de sangre joven sobre un puñado de piel fresca, cimbreante la palmera vertebral. Desde las simas de la desolación, lee Emilio Arnao al cura ateo Meslier, vive la vida a horcajadas y le explica a la madre muerta que probó también el sabor de la homosexualidad con Dylan, el amante costarricense que agrió aún más su “carácter adamantino y grisáceo”. Escucha The fool on the hill, la canción de los Beatles. Lee a Rimbaud y a Proust, “de sintaxis larga y heresiarca”. Admira a James Joyce que bebía vino blanco para darle mayor electricidad a la la palabra escrita.
Ebrio como un cuadro de Marc Chagall, el autor ojea a Umbral que le robó a Salinas, razón de amor, el verso “mortal y rosa”. Cree que la muerte no tiene definición y recuerda los celos que le atenazaron cuando nació su hermanita. Se convirtió en el príncipe destronado de Miguel Delibes. “Morir, madre -escribe- es como dejar el cuerpo pintado como un Pantocrátor”. Recuerda a la abuena Trinidad, “ciega de tanto mirar los álamos de los caminos”. Y se enreda árbol adentro en el laberinto de la soledad, al acecho de Octavio Paz: “…estás aquí todavía madre, hija de puta, ¿por qué se te ha ocurrido dejarme solo?”. El amor incestuoso salva al escritor “de la escarcha y el acero”, “de los lirios negros y del tiempo horticultor”, cuando la luna se hace luz y “los labios vuelven a juntarse, otra vez, madre, otra vez”.
Todavía no me he recuperado del calambre que me ha sacudido al leer La escritura negra de los lirios. Hacía mucho, mucho tiempo, que no disfrutaba tanto con la lectura de un libro como este, látigo que sacude el cerebro y el sentimiento. La prosa de Emilio Arnao es un vaso de agua: en un minuto se congela y en otro se pone a hervir. La sintaxis fracturada, la metáfora atávica, el pensamiento liminar, la adjetivación pedernal, la cultura desbordada impregnan de belleza este largo poema de amor dibujado a brochazos por un escritor que ocupa ya lugar preferente entre los grandes de la república de las letras en la España desbravada y atónita que nadie termina de conocer.