Los académicos suecos deciden de tarde en tarde premiar idiomas minoritarios. El día que se fijen en el catalán, la bellísima lengua española que se habla en Cataluña, Pere Gimferrer será Premio Nobel de Literatura. Su obra poética fascina. Un poeta catalán, que escribe en los dos principales idiomas de España, ganará para nuestra nación el máximo galardón de las letras universales.
Pere Gimferrer ha escrito en castellano su último libro de poemas: No en mis días. Un formidable equipaje cultural impregna los versos del autor de Arde el mar. Es el resultado de muchos años de estudio y de incesantes lecturas bien digeridas. Nos sentamos juntos en la comisión y en los plenos de la Real Academia Española y he podido comprobar cien veces que Pere Gimferrer es prácticamente infalible en la erudición literaria y artística.
En su nuevo libro, el poeta muerde la bebida del relámpago y musita sus versos a través de las cañas de pólvora en los bailes de espadas. Rechaza de raíz las incontables calendas de la falsedad. Piensa que Macbeth ha puesto el bosque en movimiento durante la noche arrodillada y exhibe entonces las azucenas de la redención: saber que somos un latido oscuro que en el silencio resplandecerá. Recuerda así el rosicler del día de Góngora, las mozas de cántaro en el pozo de Lope, la Maribárbola en las aguas pintadas de Velázquez, la ciega de Sorrento, con gestos de actriz trágica de un teatro banal; la Victoria encendida en Somotracia, el verso que palpita en la mirada azul de Octavio Paz; la túnica vacía de Seferis, la poesía en vilo de Rafael Alberti, las gigantas de Baudelaire enanizadas, el recuerdo a Neruda en Isla Negra, las hermanas Safo en almidón, las princesas nuevas del dólar y el espanto, las iniciales cárdenas del fuego en la soledad de Góngora, el poema intemporal que es un temporal... todo, en fin, todo desfila a ráfagas cinematográficas por los versos de Gimferrer.
“En el revólver de la luz brillan los ojos de la muerte”, escribe. Y se hace oscuridad entre las cortijadas de la sombra blanca, en el país de los labios de cristal, que se dedican a depredar la rocalla del mundo porque “el camino real es nuestra muerte”, copa de licor evaporado en la noche sola de los Vergers de Rainer María Rilke.
“¿Quién, como Pound, vadeó el Leteo o, como el mensajero del Tetrarca, le puso proa en góndola de fuego?”, se pregunta el poeta, enredado en los ñáñigos de la selva cubana, la Abakuá de la negritud, al aire sus versos sacudidos por el viento desnudado, cuando siente el latir del corazón de Edgar Allan Poe. Sabe que ninguna palabra, ni siquiera la de Sade o Sor Juana Inés, podrá explicar la leyenda del árbol abismal, la mirada de Dafne entre la fronda. Cuando la luz avista la palabra del mar que arde, el poeta contempla los ojos de sus versos en la luz del cuerpo astral, desdibujados en la tiniebla que envuelve la rueda incesante de los vivos y los muertos.
“Tanto supimos ser que ya no somos -escribe- pero somos al fin nuestro rostro de arcilla, lo que nos revelaban sus rasgos... No serán el cuadrado de la muerte sino el desvelo de la no-conciencia, saber al fin que el río del olvido nos hace permanentes en la luz”, Cernuda al fondo. Porque “cuando ya solo sea el olvido del olvido, en la noche cegada volará un gavilán”.
Las uñas de esa noche llaman a Nosferatu con tembladera virginal, se clavan en la piel del poeta y derrotan a las tizonas muertas. Es ya la destrucción del terciopelo, el nombre último de las palabras desposadas en el silencio de la luz. Escucha Pere Gimferrer el oleaje bronco de Blas de Otero, contempla la dama que pintó Marie Laurencin y la luz valleinclanesca de los pasos perdidos en el almiar. El cuerpo se ha convertido en un crepitar de sombras sobre los cristales de la tempestad. Se acerca tembloroso el poeta al verso de la consumación de Vicente Aleixandre. Es la noche de los ángeles sin voz, el cordobán de los cármenes, la batalla pálida de los sueños que se extinguen siempre al cruzar la oscura penumbra del más allá.