En el barranco de los pájaros, la libertad enciende los versos del poeta. Espejo de sus ojos, la noche se llena de fugaces estrellas y de fuego. Rasgan los poemas el velo de los vientos, la ardiente rosa de las lágrimas, la herencia sórdida del agnosticismo. Llora el poeta la pérdida del mundo, al sentir sobre sus hombros y en las ramas del bosque duradero, el peso de una sola oscuridad.
Se le puebla, sin embargo, el pecho de amor y le arde la lengua como una hoguera de palabras. Siente Francisco Brines que se le desvanece la carne, contempla la caída de los días y se abraza a la ciudad para esperar la nada. Pero le golpea en la penumbra del olvido, la aldaba del amor oscuro. Brilla en el aire el oro suspendido. Llegan veloces y pausadas las velas lejanísimas y solo existe el mar, el cuerpo de una gloria azul e inacabable y aquel que la contempla con ojos escondidos y la mirada ardorosa: el muchacho, con un secreto amor también inacabable, herida aún sin cicatrizar.
Es el momento rosa de la tarde cayendo, la mirada del jardín nublado, la cama difunta que produce sueños. Quiere el poeta azotar a Dios con ráfagas de lluvia y posar en sus labios la tibieza del sol para enseñarle el beso. En el mustio vacío de la vida se vierte silenciosamente el frío clandestino mientras lucha el corazón con la ceniza, si Dios fuese posible. Queda solo el amor, escribe Francisco Brines, el de la penumbra de los padres y aquellos más oscuros que trajimos de países lejanos. Pero cae ya la luz envejecida y se detiene la noche, la lucha sorda de la luna, la transparente oscuridad del cielo, relámpago hostil de plata fría que trueca el cuerpo en pálido sudor.
El poeta se enfrenta entonces con el aliento de muerte poderoso. ¿Podrá aun llegar a ti, ancianísimo espíritu, antes de que obedezcas a la última ley prescrita hacia la nada? "¿Es que, acaso, estimáis que por creer en la inmortalidad os tendrá que ser dada? Es obra de la fe, del equívoco o de la desolación. Y si existe, no importa no haber creído en ella: respuestas ignorantes son todas las humanas si a la muerte interroga. Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses, o grandes monumentos funerarios, las cálidas plegarias, vuestra esperanza ciega. O aceptad el vacío que vendrá, en donde ni siquiera soplará un viento estéril".
Le devora al poeta la rosa negra y solitaria de la existencia que se extingue, secreto esplendor que todavía no es ceniza. Ante la oscura penumbra del más allá recuerda cómo le gustaría verle sentado ahí, apoyado en el tronco de ese pino, al muchacho, como en los viejos días ya perdidos, sintiendo que los cantos de los pájaros altos cubrían su cabeza, bajando del azul, de rama en rama, de árbol en árbol, de nube en nube, para ver sus ojos negros brillando en el pensamiento y sus manos llenas del oro de luz de las mañanas.
Juan Carlos Abril ha puesto prólogo certero a Jardín nublado, la impecable antología de Francisco Brines publicada por La cruz del sur. “El éxtasis de los sentidos -escribe- es un lugar cercano a la muerte. Porque deseo y muerte -perlas cultivadas en un huerto secreto, en el misterio del hombre- se hallan unidos en nuestras pulsiones erotanáticas y porque en esa comunión de deseo y de muerte se encuentra un éxtasis que en Francisco Brines es altamente material, nada místico”.
Reposa, en fin, el huerto anclado en el otoño. Se borra el oro decaído del cabello. Fatigan al poeta los huéspedes extraños. Es todavía el calor de la ceniza humana, próxima la muerte cuando sabe ahora más que nunca que es hermoso vivir enamorado de las antiguas tristezas. “No hay Dios -escribe- ni para él ni para mí... Voy llegando al final. Ciega mis ojos un desolado azul iluminado”. Hubo amor en el rincón florido del jardín clausurado. Pero llega, sorda y fría, la ausente luz final, la hueca luz con su negro aletazo.