Image: En la Real Academia Española

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Primera palabra

En la Real Academia Española

21 abril, 2017 00:00

Durante 300 años, los académicos de la Real Academia Española han hecho un trabajo científico tan riguroso que la Institución es la única del siglo XVIII que conserva autoridad sobre las 23 naciones que constituyeron aquel reino de las Españas. Más de 500 millones de personas obedecen las decisiones de la Academia, que en su última edición firma ya el Diccionario normativo en colaboración con el resto de las Academias de los países de habla española.

Raro es el coloquio, la conferencia, el encuentro literario, el café de redacción en que no me hacen esta pregunta: ¿Quién cree usted que falta en la Real Academia? Y bien. En la Academia son todos los que están, aunque, como es lógico, no estén todos los que son. La limitación de sillones así lo exige. Las académicas y los académicos actuales son sin excepción personas de alto pres-tigio que contribuyen a la seriedad y al rigor de la Institución, presidida con acierto por Darío Villanueva.

En casa de Manuel Halcón, el novelista injustamente olvidado, me decía Fernando Lázaro Carreter hace muchos años: “Un académico de la Real Academia Española debe ser persona de máximo prestigio en su especialidad y que además tenga relevancia en la vida nacional española”. Y claro que echo en falta en la Casa, porque el número de académicos está limitado, a varios nombres de especial relieve.

En el periodismo, que además de una ciencia de la información es un género literario, entre diez o doce hombres y mujeres relevantes, hay, en mi opinión, uno indiscutible: Iñaki Gabilondo.

En novela y poesía, nos faltan José Manuel Caballero Bonald, el escritor más influyente en las nuevas generaciones; Juan Marsé, nadie en España escribe como él, es el mejor; Eduardo Mendoza, Fernando Aramburu, Cristina Fernandez Cubas, Enrique Vila-Matas, Antonio Colinas, Jaime Siles, Guillermo Carnero, Antonio Gamoneda...

En el teatro hay una nube de nombres que robustecerían el prestigio de la Academia: Fernando Arrabal, Juan Mayorga, José Sanchis Sinisterra, Angélica Liddell, Alfonso Sastre, Paloma Pedrero, Alberto Conejero, María Velasco, Borja Ortiz de Gondra... Para ensayistas como Fernando Savater, Javier Gomá o José Luis Pardo deberían abrirse también las puertas de la Academia, e incluso para alguna figura de la canción, como Joaquín Sabina, sobre todo después del éxito de Bob Dylan en el Nobel y de Leonard Cohen en el Princesa de Asturias.

Recuerdo muy bien cuando hace veinte años me incorporé a la Real Academia Española. Allí estaban novelistas como Miguel Delibes, Mario Vargas Llosa, Camilo José Cela o Francisco Ayala; poetas como Carlos Bousoño, Claudio Rodríguez, Pere Gimferrer o José Hierro; dramaturgos como Antonio Buero Vallejo o Francisco Nieva; científicos y ensayistas como Pedro Laín Entralgo, Emilio Lledó o Julián Marías; filólogos como Rafael Lapesa, Manuel Alvar o Fernando Lázaro Carreter. Un deslumbramiento, en fin, de sabiduría, de inteligencia, de calidad literaria.

De los seis premios Nobel de Literatura españoles -José Echegaray, Jacinto Benavente, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre, Camilo José Cela y Mario Vargas Llosa (nacionalizado)- cinco fueron o son académicos. El poeta del tiempo y del espacio, el de la rosa intocada, el inacabable Juan Ramón contempló las tareas de la Academia desde el exilio que le impuso el dictador Franco.

No resulta difícil, en fin, contestar a las preguntas sobre quién está y quién falta en la Academia, y mucho menos desbaratar las insidias con que algunos resentidos se esfuerzan por fragilizar la realidad académica.

Zigzag

Hace más de 30 años, en una visita en Dallas a Texas Instruments, me asombró un ordenador que permitía traducir de un idioma a otro en voz y de forma instantánea. Era el fin de la torre de Babel. En solo unos años se utilizará en el teléfono móvil. Me explicaron también que se estaba trabajando para que un tetrapléjico pudiera manejar su silla de ruedas con el pensamiento. Me pareció ciencia-ficción. Pues, no. A través de una interfaz cerebro-ordenador, el tetrapléjico Bill Kochevar da órdenes con el pensamiento. De no creer.