Memoria de un mal sueño
El poeta es solo viento que se encaja entre los pliegues del corazón. En el desierto incógnito de la destemplanza escribe sobre la realidad fugitiva de ese instante que muere mientras nace, sin otro norte que el que brilla en los ojos de la amada.
El poeta escucha en el silencio del amor el grito de la piel apasionada, cabe el recuerdo de un mal sueño. La presencia de ella todo lo llena. Su piel es la memoria que recuerda cómo empalidece el esplendor en la yerba, cómo se apagan las antiguas risas, cómo aprietan los viejos dolores enterrados. Duermen los siglos pero gritan en el silencio haciendo de la sangre amor. El puro amor que un día reconoció temblores de pájaros crecidos entre las manos enlazadas.
El poeta, Juan Van-Halen, que publica Memoria de un mal sueño, Premio Internacional de Poesía José Zorrilla, fundado por Enrique Cornejo, guarda en el cofre del tiempo el recuerdo de lo que acaso no suceda aunque lleve el nombre de la amada inmóvil. Le domina la pasión, tan áspera, pero ella, la que le amaba, disfraza en sus labios la huella fugitiva de los desastres.
Quiere beber el poeta todas las lunas de la noche tórrida. Desprecia a las vírgenes necias y mantiene la ilusión de vivir con su enamorada entre el humo alado que sueña incertidumbres. La sorpresa del viento acaricia los ojos del amor en el umbral sereno y desbocado de la caricia, lejana la piel que redime las horas líricas en la noche que, sin ella, se hace invierno y corazón huido.
El poeta se diluye en la dulce humedad de los besos ávidos. Permanece alerta, sin embargo, ante el miedo de perder a la amada y que sea de otro como antes de sus besos, su voz, su cuerpo claro, sus ojos infinitos, en el recuerdo a Pablo Neruda. Se enreda la historia en las historias. Sus páginas son norias que la abulia y el desamor calcinan, pero, otra vez con acento nerudiano, espera a la amada en la estrellada noche, sobre las áureas playas, sobre las rubias eras. Es el enamorado “que cortó jacintos para su lecho, y rosas, tendido entre la hierba yo soy el que te espera”.
El poeta, Juan Van-Halen, mantiene su voz lírica desde hace largo tiempo. Le prologué un libro de bellos poemas insólitos, Cuaderno de Asia, hace 44 años. Tanto tiempo después, besa de nuevo frutalmente a la enamorada y quiere encerrar en sus palabras el vuelo de una alondra. Siente escalofrío ante los malos sueños que fragilizan su conciencia después del cataclismo del silencio. Con ella nacen las palabras y antes de ella sus mundos eran mudos y su voz se apagaba como el humo.
El poeta asustado vigila el templo de las derrotas. Se siente enloquecido cuando llega a herirse en las espinas de los pechos de la amada y se entristece al contemplar que el mundo navega a la deriva, mientras se encabritan de noche los océanos y los volcanes vomitan las muertes grises.
El poeta le dice a ella que no le busque volcán, búscame brasa, y allí la esperará entre las cenizas que no quieren morir en la desolación de la memoria. Todavía la sorpresa del viento le acaricia los ojos y en el ascenso alado del humo pasa la vida sin respuestas, mientras los siglos se desmadejan en las palabras liminares de la melancolía. La poesía se hace entonces escombros bajo el látigo del tiempo inclemente, cercana ya la vasta y vaga y necesaria muerte del verso de Borges.
Más ceniza que llama, el poeta se pierde en el recuerdo de un mal sueño. Se agita superviviente en el naufragio del mundo, cercana ya la dignidad del olvido. “La muerte tiene nombre de náufragos que gritan, inocentes vestigios sobre la arena amarga”, escribe, y, bajo la luna que es un rasguño de la noche cerrada, sabe que todo es azar. Cita entonces a Omar Khayyam y a Antonio Machado, y sueña que la muerte le encontrará ligero de equipaje como en el verso machadiano. Y por eso abraza el viento al ponerse en marcha la nave que nunca ha de tornar.