La poeta se sumerge en las catacumbas de las palabras rurales y en ellas sucumbe. La luz de los olivos centenarios se enciende en sus ojos. Es el rostro “de la que no te olvida”. Está a la espera del último viaje de las cenizas que se van dulcemente al mar. Acunará esas cenizas, las de la madre muerta, y contará historias, dejando entrar el océano en su casa sin mareas.

Como la espuma del tiempo que pasa, Beatriz Hernanz siente la lluvia distante que parte en pedazos el destierro de la persona más querida. Igual que Alejandra Pizarnik, ha dejado su cuerpo junto a la luz y ha cantado la tristeza de lo que nace. De lo que nace y también de lo que se va. Sus ojos imploran desde las ventanas el tiempo azul que se escapa. Se duele con las extrañas herencias de la caligrafía germinal. Pero como las sombras no preguntan nada, le pide a su madre inerte que cierre la puerta porque hay una luz que nadie sabe encender mientras la casa espía las sombras temblorosas.

La poeta siente el aliento lírico del verso inexorable y busca la palabra primera. Pasan los días, con sus aristas de basalto. Acecha la noche inclemente como el viento en las grietas de un tiempo que se enfría derribado por el aleteo del mar. En las alforjas de Beatriz Hernanz el pasado arroja largas esperas bordeadas de desolación. Pasa la poeta la oscura frontera de la madre muerta en el andén del tiempo. Quiere que la cubra la belleza luminosa de las algas y que la espuma del mar la acoja cuando muera. Recorre así los laberintos interiores habitados de dolor y de soledad en la mirada desmembrada del mar.

Ella es ya la memoria del desarraigo. Su verso desnudo le ofrece la oscura elocuencia de la espuma. En sus poemas, Beatriz Hernanz busca cobijo para tantas tormentas. Rechaza el aliento de los dioses extinguidos y se refugia en el silencio que habitan los crespones del tiempo. “Tan importante como el destino que se busca es el origen del que se huye”, escribió Jack Kerouac, el pionero de la generación beat, la de William Burroughs y Allen Ginsberg. Lo que de verdad importa es todo lo que hiere el inútil esfuerzo de vivir. Como en los poemas de la consumación de Vicente Aleixandre, golpea a la poeta el frenesí del desconsuelo. Es el cuerpo amado que fluye entre sus manos, el rostro amado donde contempla el mundo, “donde graciosos pájaros se copian fugitivos volando a la región donde nada se olvida”.

Se dedica entonces Beatriz Hernanz a conjugar el tiempo de su deserción. Pero no puede, no puede, como la paloma blanca de Rafael Alberti, que quería levantarse y caminar por la nieve pero no podía, no podía. Llena la poeta los silencios de su vida y no tiene miedo de entrar en la noche de los que se han marchado. “Tú me mirarás llorando, será el tiempo de las flores, tú me mirarás llorando y yo te diré no llores”. En la ceguera azul del mar se envuelve la ausencia de la madre muerta, fragmentada su memoria en el silencio de los ojos que miran a la nada para siempre. Ese silencio alumbra de nuevo la palabra de Beatriz, entristecida y turbia. El viento dibuja el rostro de su madre. Reposa en su llanto el resplandor de la fiebre. Es el “vivir, dormir, morir: soñar acaso” de Hamlet. Y escribe el verso certero que titula el libro: “Habitarás la luz que te cobija”.

Las lluvias del pasado se secaron para siempre. Se disuelven los huesos en la sombra de las navajas. En el postrero atardecer se esfuman las huellas fugitivas de los árboles y la penumbra del cielo presentido. “Los nacidos del silencio -escribe- caminamos por los bordes de la vida”. Prisionera en la nostalgia de la ausencia más sentida, Beatriz Hernanz se evade de la perversidad del tiempo y arroja doce camelias blancas sobre la espuma del mar.