Graciano García, el poeta, es el roble firme frente al viento y la borrasca, la ceniza que convierte en llama cada verso. No se ven sus raíces, pues crecen bajo tierra. Pero allí están entre la alegría de los montes asturianos, la
luz de los manantiales, la mar abierta.
Escribe las palabras que el abuelo, rodeado de admiraciones y cariños, entre premios Príncipe de Asturias y Fundaciones triunfantes, dedica a sus nietos evadiéndose de los silencios del tiempo. Descienden las gaviotas entre los celajes de Asturias, portando en sus alas la luz última de las estrellas. Graciano García es testigo mudo de viejos amores, de besos escondidos, de insólitas promesas. Sus cinco nietos -dos niñas y tres niños- abren las puertas de la vida, de asombro en asombro, enredados siempre en la esperanza, porque el otoño no se lleva todas las hojas. Ayuda el abuelo a los nietos a encontrar la luz en la oscuridad, el aliento para comprender y crear. No hay sueños imposibles. Traslada a los niños su amor por la verdad, su valor para condenar la maldad, para andar, con paso firme y el ánimo despejado, por los difíciles caminos de la vida.
Nació el poeta en octubre del año 1939, tiempo de esperanzas vigiladas, de cadenas y silencios, cuando vagaban por la España cainita las sombras de la guerra incivil. Se refugió Graciano García en Europa,
al considerarla vigía de la libertad, espacio de grandeza cultural. Brinda ahora por la España de la Transición, que ha dejado para siempre la persecución de las ideas. Combate a los que se adueñan de las mordazas y viven en la mentira. Quiere que sus nietos caminen lejos del abismo y que sus sueños sean limpios y generosos, hechos de amor y de humildad. Y que no se rindan. “Si verdaderamente queréis volar -les dice- os crecerán las alas”.
El hombre es también, de forma inevitable, porteador de desilusiones, de desdichas y de penas. Por eso parece necesario suprimir las cerraduras y que resplandezca la alegría. Recuerda a sus nietos Graciano García, que un mundo sin versos es como un mar sin olas, un bosque tras el incendio, un amanecer sin esperanza. Piensa que la razón es débil, que el poder está en las emociones. “Los pasos del amor -escribe- son silenciosos como las pisadas de la brisa”. Es importante huir de la codicia, de la vanidad, del rencor, no caer en el infierno de la envidia, en el abismo del odio. Porque una vida sin amor es como una estrella sin luz. Se desgranan los versos de Palabras del abuelo con tranquila cadencia musical, mientras desfilan los paisajes últimos de la tierra y del alma.
Alienta el poeta a sus nietos a que luchen por la igualdad de la mujer para que recuperen ellas la dignidad secuestrada por un egoísmo atroz. Cree en la diversidad y considera un grave error desdeñar otras culturas y otras tierras. Pide a las niñas, a los niños, que trabajen por un país que proteja a los débiles y a los indefensos, que acoja a los perseguidos por el infortunio. Rechaza el odio y la discordia, la mediocridad y la avaricia. Y recuerda siempre que el amor verdadero está unido al bien como los astros a la luz. El mundo es una jungla de intereses y por ello seguirá habiendo en él tristeza, violencia, sufrimiento. Pero no se puede perder la fe, porque hay mucha gente sencilla, mañanas claras y corazones libres. Por eso el poeta anima a sus nietos y a la entera juventud a que despierten para hacer nuevo el sol de cada amanecer, viviendo en todo momento como la llama que quema el tronco en el fuego, lentamente, sin atajos ni urgencias.
Un libro este, en fin, Palabras del abuelo, en el que su autor, de vuelta de todo, por encima ya del bien y del mal, derrama la sencilla sabiduría de una vida plena de experiencias, de frágiles sentimientos y pensamientos profundos.