Félix de Azúa, la mirada hacia la muerte del arte
Para Félix de Azúa, la Revolución Francesa solo ha jugado en la Historia el papel de fiesta de fin de curso. La quiebra de la sociedad en la que creyó el hombre durante milenios se explica fundamentalmente por la caída de los dioses. En 1770 empezó a desencadenarse la tormenta. Más adelante, en el Romanticismo, la intelectualidad margina la idea religiosa. Nietzsche certificó después la muerte de Dios mientras escuchaba los cantos mazdeístas de Zaratustra en el origen de la tragedia, más allá del bien y del mal. Hegel se anticipó, según Azúa, a la nueva sociedad que empezaba a estallar, haciendo pedazos convencionalismos anteriores. Leibniz, tan certeramente estudiado en sus principios por Ortega, prolongó al pensador alemán, presente tal vez en Kierkegaard, aunque el filósofo danés sintió como Pablo el aguijón en sus carnes. “Convertido el dios en una condición de posibilidad conceptual -escribe Azúa-, la religión pasaba a ser una práctica intelectual excepto en aquellos países, como España, en los que no hubo Reforma”.
Treinta años al frente de la revista cultural de referencia en la vida intelectual española, casi un lustro haciendo crítica de arte, he leído con creciente interés, incluso con estupefacción, el soberbio libro Volver la mirada de Félix de Azúa. Durante muchos años he acudido en consulta a su Diccionario de las Artes. También a la lectura de la poesía díscola de este novísimo independiente que en Lengua de cal se evade de los condicionantes de grupo, aunque en su antología Última sangre repliegue algunas velas.
Félix de Azúa es la moderación, el equilibrio, la liberalidad, la independencia de juicio, el pensamiento profundo. En Volver la mirada explica la agonía, tal vez la muerte del arte, que es el elemento que da más sentido al mundo. Para el autor, cierta izquierda ha sustituido al cristianismo y los que acuden al Museo Reina Sofía lo hacen como si fueran a misa.
En su libro, Azúa analiza sagazmente las experiencias artísticas de Goya, Delacroix, Cézanne, Degas, Kandinsky... Desde la Der Blaue Reiter, el pintor ruso capitaneó las vanguardias. “Kandinsky -escribe Azúa- es el penúltimo paso hacia la muerte del arte. El último lo daría Duchamp”. Destaca el autor de Volver la mirada la genialidad de Picasso y también la de Antonio Saura. Picasso me dijo en una sobremesa, cerca del que fue su estudio de la rue des Grands Augustins en París: “Los papanatas se adhieren al arte abstracto para demostrar que comprenden las vanguardias. Hay cuadros abstractos geniales, excelentes, interesantes, pero también los hay mediocres y deleznables”. Azúa nos lleva con Picasso al burdel frecuentado por Degas y escribe: “...el final de Picasso nos devuelve a esa sacralidad del sexo que en sus últimos años se le mostró en su abismal hondura”. Reproduce el autor, por cierto, la diatriba implacable de Saura contra el Guernica.
A Miquel Barceló, Azúa lo analiza sagazmente. Volé en su día a Ginebra para contemplar la apoteosis final del arte abstracto, tal vez su apocalipsis, el aguacero de campanas azules, espinos enlunados, frágiles estalactitas que cuelgan de ese ónfalo triunfal, piedra de Zeus, que es el techo de la Sala de Derechos Humanos en el Palacio de las Naciones. Todavía me conmueve el recuerdo de aquella deslumbrante maravilla, pintada por Barceló. Refleja en ella la huella de las estrellas insólitas donde tal vez llegue un día Tunga, el discípulo de Oiticica, y arroje cabezas de mujer al agua para plantar sirenas.
Como en el soneto de la angustia de Mallarmé, que se identifica con algunos pasajes musicales de Debussy, Azúa ha escrito un libro memorable. Volver la mirada se erecta en el desierto actual del ensayo artístico. Tal vez la muerte del arte de la que da cuenta Félix de Azúa conduzca al autor a la región donde nada se olvida, al verso de la consumación de Vicente Aleixandre, allí donde puede encenderse la quinta frontera de la vanguardia, el Cutting Edge y el Project Room, el filo de la navaja de Alicia Framis, la expresión canalla y el orco turbador que aboceta este siglo XXI descoyuntado y contradictorio.