“Ni Erasmus ni ellas supieron nunca que aquella piedra era, en realidad, un diamante de 83,4 quilates que podría haberles cambiado la vida para siempre”. El orfebre decide qué canción le da a cada gema, pero la de los diamantes debe ser siempre la misma. A él, al hijo del orfebre, cuando lo llevaban a misa, no le importó nunca el lugar en el que se sentaba en la iglesia hasta que vio por primera vez a Isabel. La jovencita era hija del conde de Montalbán. El orfebre le advirtió: “El cuarzo sabe que, por mucho que sueñe con ser una gema preciosa, nunca pasará de ser una piedra. No lo olvides, hijo”. El joven pensaba que hay personas que son piritas, otras son espinelas, algunas, ardientes rubíes o tal vez zafiros. Isabel era una aguamarina. En Barcelona, el hijo del orfebre se acercó un día a la catedral donde está enterrada la mártir Santa Eulalia, de cuya boca antes de morir surgió una paloma blanca que ascendió al cielo. Enamorado y triste, el joven salió corriendo del baile de máscaras al que le había invitado Isabel en su palacio. No soportaba estar a solas consigo mismo. Su padre le enseñó: “Debes ser para esa chica la mayor de sus fortunas, no el menor de sus males”.

Al padre de Isabel, que se había arruinado, se le ocurrió recuperarse con una propuesta insólita: “Esta es mi hija mayor. Mi joya. Solo se la entregaré al que me traiga un diamante digno de su belleza”. El 16 de septiembre de 1873, el joven orfebre escribió a sus padres y les informó de que se había fugado. Para casarse con Isabel debía conseguir el mejor diamante. El orfebre se trasladó a Amsterdam, donde en aquella época se encontraban las más altivas piedras preciosas. A partir de entonces, la vida zarandeó al joven. Una tras otras, las peripecias se sucedieron, incendiando la novela de interés y emoción. El joven orfebre accedió incluso a un barco esclavista que navegaba a Puerto Rico y Cuba. El propietario era el marqués de Terrassa, pretendiente también, como el financiero March, a la mano de Isabel. El marqués regaló al orfebre una esclava, Etweda, que se le entregó, afirmando: “Soy suya”. Y tras el juego de la pasión, el joven se dijo: “Nunca había imaginado que podía llegar a sentir tanto placer”.

El orfebre, tenaz en su búsqueda del mejor diamante, había aprendido que existen dos tipos de hombres: los que nunca dispararían a una persona desarmada y los que esperan a que esté desarmada para disparar. Su competidor en la aventura de conseguir la mano de Isabel, el marqués de Terrassa, era de los segundos. El aristócrata se enriquecía con el inmundo negocio de la trata de esclavos. Siempre llevaba encima un revólver Lefaucheux y no vacilaba en hacer uso de él. Era un asesino despiadado y elegante. Se habían trasladado ya a Kimberley, meca de la producción de diamantes, con sus cuatro minas cerca de Colesberg, que constituían el Nuevo Dorado. Fue un viaje atroz a caballo. En cada aventura, el orfebre aprendía algo. Se había dado cuenta ya de que a los hombres les hace débiles creer en seres extraordinarios que manejan su destino. Las sombras agnósticas se apoderaron de él. Cada uno debe ser dueño de su destino. Esa es la única forma de ser alguien. El 14 de febrero de 1874, el orfebre, tras las más diversas peripecias, escribe a sus padres y les anuncia que marchará a Ciudad del Cabo con el diamante soñado para después navegar hasta Barcelona. Dejo al lector que se adentre en el desenlace sorprendente e inesperado de esta novela en la que, al final, el orfebre descubre su nombre, Bernat, y también el término de sus aventuras.

Hacía mucho tiempo que no leía una novela tan interesante, tan bien construida, tan ávidamente escrita como El orfebre (Planeta). Ramón Campos demuestra en ella su capacidad para la ficción, su interés minucioso por los pequeños detalles que recrean el clima de cada lugar y cada época, su calidad literaria. La gran novela es la que plantea un gran tema moral y no lo resuelve. Lo deja a la reflexión del lector. Campos ha sido para mí todo un descubrimiento. Ha triunfado en otras áreas literarias. Con El orfebre se hace excelente en ésta. Novelista habemus.