Bajo la larga mirada de los cedros húmedos, el poeta vive solo con su alma a cuestas. Contempla cómo se quiebran las estrellas absorbidas por los agujeros negros. Desterrado en el país de las ausencias, Manuel Spínola con sus manos abiertas a la vida, hielo de lo desconocido, deshace el invierno mientras el día le resbala entre los dedos hasta sentir el crujir de la poesía maldita de Baudelaire. Su corazón, roto por el tiempo, se estremece en la noche abierta del mundo. Y le ciega la espesura de la luz incierta.
El poeta persigue a los dioses extinguidos, en cada recodo de su ruta hacia el abismo. En la tarde de las guirnaldas de Venus devastadas, se oye el lamento ensordecedor de las sirenas mientras el mar cubre los cangilones del sueño. Deambula Spínola, lento y torpe, por las calles del alma. Sus ojos se estrellan de dolor ante tanta belleza y vibran al son de la naturaleza mientras contempla su figura, como Narciso, en los espejos del agua, ahogándose en el río que arrastra al sheol a las almas rebeldes olvidadas, sombras fugaces en el hades donde moran los muertos y se descarnan las esperanzas.
El poeta acaricia las manos ojivales de la amada, imaginadas por Gerardo Diego, para dar de comer a las estrellas. Y se mira en los ojos esmeralda de ella hasta resbalar por el acueducto de su talle y encenderse en los encuentros olvidados. Lee a Dámaso Alonso para darse cuenta de que España es un cementerio de almas sepultadas. Pero ella, la amada inmóvil es la asíntota y él la línea recta que solo se encuentran en el infinito. Sabe que algún día, cuando las tórtolas abracen las encinas, se romperá la luz y él morirá enlazado con la amada, sin un respiro, escuchando los cantos de la aurora.
Se bautizó el poeta en las aguas heladas del lago azul y pudo abrazarse de nuevo a la enamorada que, por un tiempo, creyó perdida. Ella era lo grande en lo pequeño, lo primero en lo último, el tesoro en la miseria. Las olas furtivas devolvían sus besos y ante su imagen rendía el poeta su corazón paralítico, convirtiéndola en el lucero de sus mañanas, en la estrella polar de las ausencias. Mientras nadaba por sus ojos marinos, soñaba que eran una sola carne y que nada ni nadie podían separarles.
La poesía de Manuel Spínola se hace metafísica y se envuelve entonces en música. Sabe que la muerte acecha en el jardín de las delicias y lee las obras que le descubren los misterios del ser hasta conocer el vasto silencio que se asfixia en la nada. Manuel Spínola, en fin, ha escrito un libro que he leído con retraso, un libro bellísimo de poemas que tiemblan sobre el amor en vilo.
ZigZag
En la sala Arapiles, asistí al estreno de Canto último de Federico García Lorca, obra en la que Antonio Garrigues demuestra su profundo conocimiento del autor de los Sonetos del amor oscuro. Begoña Fernández borda su papel, bien secundada por Guillermo García. Carlos Rodríguez Braun, excelente en su introducción. Y por encima de todos, la calidad de actor de Ignacio Amestoy, al leer un poema de Garrigues.
En Hombres que escriben en habitaciones pequeñas, que se ha representado en la Sala Princesa del María Guerrero, Antonio Rojano ha tenido el acierto de ofrecer al espectador las interioridades del servicio de inteligencia con el vuelo de Carrero Blanco y su automóvil, como telón de fondo del terrorismo inacabable. Buena la interpretación de Esperanza Elipe y Angy Fernández. Magníficos Secun de la Rosa y Cristina Alarcón. Y eficaz la dirección de Víctor Conde.