El amor es la ola fugaz que lame las arenas. El poeta Juan Van-Halen escribe su historia mirándose en los ojos de la amada. “Con tu nombre –le dice– nombraré todas las cosas”. Para él, el mundo se ha hecho huida y no quiere que se marchite el alma de la rosa. A veces la amada se convierte en nublosa lejanía y se mueve por el amargo laberinto de los regresos. Es el fuego en el que arde el poeta y en el que goza, aunque no sabe si camina detrás de la espina o de la rosa. Solo está seguro de que la amada calienta siempre sus otoños fríos.
“Me matas –escribe junto a San Juan de la Cruz– y matándome te mueres”, porque ella es la angosta sinrazón de la agonía. El tiempo que huye es implacable para el amor. El enamorado siente su espada por la edad vencida y quiere descubrir a la amada lejana y sola “en la brasa que nos arde”, pero la memoria de ayer se ha hecho fugitiva. La agonía de la piel se estremece entonces sobre el amor perdido. No sabe cómo hacer trampas al olvido.
Juan Van-Halen escucha de súbito el mejor soneto de José Hierro, y escribe: “Nada te ofrezco porque todo es nada… y es tuya mi canción desesperada”. Aparece aquí también Pablo Neruda, que enciende el título del libro porque su poesía “nació entre la colina y el río, tomó su voz de la lluvia”.
Solo en mis brazos eres lo que eres, dice el poeta, que anhela saltarse la tapa de los besos. A ella, a la amada inmóvil, la salvará tal vez el temblor de la ternura, quizá el fuego de nacer agonizando. Pero la memoria es un águila cobarde que se posa sobre el amor más desterrado, negándose a acariciar la piel del agua clara. El poeta la contempla desde el amor en vilo. Después de tantas sombras y tantos hachazos, sabe que los años le niegan ya con sus agrietadas huellas.
“Me busco al otro lado del espejo y me acusa una imagen evadida”. Se acobarda entonces y acompaña a su soledad la implacable sinrazón erguida. Aprende entonces a morir de sed junto a la fuente.
Se da cuenta de que la ausencia de la amada es el espejo de su muerte y que, náufrago de la boca y la cintura de ella, se queda devastado. Azules los rastrojos del amor, azul la lejanía. El poeta guarda su historia en el desván de los recuerdos y se lamenta de que ella, la que le amaba, no acceda a subir al último tren. La vida para él se ha convertido en senda de amor hacia la muerte y ella, la amante, era a la vez hielo y era brasa. Van Halen recuerda finalmente a
Gerardo Diego: “Tu llamada es la seña de la lluvia… el néctar misterioso que da sentido a un hombre, la brizna de memoria salvada tras un sueño".
Hoy se escribe una poesía ferozmente libre, en la que la rima se hace interna musicalidad, y en ocasiones se desmorona en prosa sin relieve. Me ha sorprendido que Juan Van-Halen haya publicado un libro de sonetos porque las exigencias de esta composición poética, catorce versos de arte mayor, endecasílabos en rima consonante, deriva muchas veces hacia el ripio o la inconsecuencia. Conserva, sin embargo, el soneto tanta autoridad que la mayor parte de los poetas contemporáneos lo han ensayado con desigual resultado.
En su nuevo libro, Donde nombras la lluvia, Juan Van-Halen ha agavillado un centenar largo de sonetos que sorprenden al lector por su aliento lírico y su alta calidad literaria. Nadie que lea este libro quedará indiferente. Pablo Neruda solía decir que la poesía es el sol sobre la tumba y no se sorprendió cuando le trasladé un día este pensamiento de Aristóteles: “La poesía es más profunda y más filosófica que la Historia”.