Alberto Schommer, los retratos psicológicos en la memoria
No quiero posados artísticos, Alberto –le dije–. Quiero retratos psicológicos en los que, con ironía o sin ella, tu cámara penetre en el alma de los personajes a los que fotografíes. Hay que situar tu página en la vanguardia de la creación fotográfica.
Lo entendió a la perfección. El dominical de ABC, donde colaboraban desde Arnold Toynbee hasta Salvador de Madariaga, significaba una gran exigencia. Alberto Schommer lo sabía. Se extasiaba ante la pintura de José Caballero y Antonio Tàpies. Era un hombre muy inteligente y, tal vez, el fotógrafo más representativo de todo un largo periodo de la historia española de la fotografía.
A la semana siguiente vino con una imagen deslumbrante y provocadora. Se titulaba “Franco con el Consejo de Ministros”. En un blanco y negro certeramente contrastado por las luces, había retratado al dictador con una bandeja de percebes entre las manos. Unos días después, se llevó a los dueños de El Corte Inglés y Galerías Preciados al Metro y los retrató en un vagón contemplando a los atónitos viajeros. Después rizó el rizo con la caravana de los grandes personajes de la época.
Admiraba Alberto Schommer a Luis García Berlanga y a Juan Antonio Bardem. Leía a Miguel Delibes y a Pío Baroja. Se sumergía en la música de Bach y en la de los Killers. Estaba a gusto en el dominical de ABC, cuya dirección me encomendó Torcuato Luca de Tena. Y era consciente de la repercusión y el alcance de sus Retratos psicológicos. La vida le hizo dar muchos tumbos y circuló por otros periódicos, por incontables exposiciones, por los más variados libros, tocado siempre con la genialidad que se desprendía de su entendimiento del arte y de la vida. Decían que era el Picasso de la fotografía. Nunca me gustó la comparación porque Alberto Schommer mantuvo siempre una personalidad indoblegable. Y única. Se retorcía como el viento de Valle-Inclán, ululante y soturno. Zarandeado a veces por la tristeza, hacía con parsimonia la autopsia fotográfica del cadáver de los políticos. Despreciaba el arte letrinal y dedicaba su palabra encanecida a los reyes melancólicos de Paco Umbral y al eco azul de sus palacios. Escaló todos los premios, las distinciones todas y los más varios homenajes. Se rebeló siempre contra la larga tradición bovina del periodismo español hasta instalarse en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Su ingreso en ella se convirtió en un alto acontecimiento cultural.
Convirtió, en fin, la fotografía, antes que nada, en un arte alineado junto a la pintura, la escultura, la arquitectura, la literatura y la música. Rozó el cine, se extasió con el teatro y mantuvo sin retrocesos el orgullo de su arte y su capacidad para fragilizar los convencionalismos, para penetrar en el ser metafísico de las cosas. Pensó escribir un libro titulado Metafísica de la fotografía, estudiando el ser de la fotografía en cuanto a tal ser. Pero nunca lo hizo. Murió en el año 2015, ya anciano, y no ha encontrado sustituto. Algunas exposiciones póstumas han deslumbrado a todos y han multiplicado su éxito nacional e internacional. Hace tiempo que yo debía a Alberto Schommer el tributo de estas líneas. Y las escribo en el recuerdo de un personaje que empezó trabajando conmigo en el ABC verdadero y deslumbró después a la entera cultura española. Desde la frágil oquedad de su vida le envuelvo ahora en el sudario de sus versos preferidos: “Ven a mis brazos, férvido cuerpo vil, resbaladiza materia de ansiedad, ven a mis brazos, toca mi vientre consumido, maldice esta basura, hijo mío de perra, bésame la garganta condenada a gemir en idéntico trance”.