Acosada por un cáncer de pulmón, Ketty Kaufman vivió los últimos seis meses de su vida, tan llena de éxitos y esplendor, en un ay permanente, solo mitigado por la morfina y, sobre todo, por los emocionantes cuidados que le dedicó el amor de su vida, su marido Jesús Amilibia. He leído, desgarrado por una profunda emoción, el diario del escritor que se extiende desde el 1 de enero al 8 de junio: La piel ausente (Ariel). Es la crónica de una muerte anunciada narrada por, “yo periodista”, uno de los profesionales grandes de los últimos sesenta años.
“La verdad –escribe el 1 de enero– es que nunca nos hemos querido tanto como en los malos tiempos. Cuando estuve en la cárcel, cuando perdimos más de lo que teníamos en los casinos de Biarritz, cuando nos quedamos sin casa…”. Jesús, que también fue golpeado por el cáncer, asume la enfermedad de la mujer. “Me ha preguntado –escribe– si he pensado en volver a casarme, como si ella ya no estuviera aquí, ni en la casa ni en mi vida”.
Al ir al baño se cae. “No tengo nada roto… Y antes muerta que ir a urgencias”. A Jesús le gustan los escritores novelables: Henry Miller, Hemingway, Céline, Dostoievski. Llegan los hijos de Ketty. Amilibia no descarga la gravedad de la situación y mantiene su sentido del humor. “Stenbock dormía en un ataúd, viajaba con un mono y creó el Club de los Idiotas sin intuir que la globalización lo haría mundial”.
“Las piernas de Ketty –escribe Jesús el 21 de enero– siguen hinchándose como neumáticos a los que un cabrón insufla aire”. Ella le toma de la mano: “No llores antes de tiempo”, le dice. “Sé que nunca merecí tanto –piensa él–. Pero hubo amor, hay amor. Suponiendo que sepamos qué es eso”. A veces ella muestra esperanza “en la agonía de saberse lúcidamente agónica”. Él piensa en el eterno retorno de Nietzsche. “Pero Dios no ha muerto. Dios está aburrido”. Como la pasión se ha extinguido, el esposo escribe: “Duermes con una amiga… y es de degenerados tirarse a la madre de mis hijos”.
El 7 de febrero acompaña a Ketty a la punción. Le extraen de la pleura litro y medio de líquido. El 18 de febrero vuelven los vómitos, las náuseas. El cuerpo torturado se reduce a una pura queja. Por la mente del periodista pasan a ráfagas los millares de entrevistas publicadas. Ella le pide que le dé algo “que me duerma para siempre”. Es la eutanasia que llama a la puerta. “No puedo, amor, no puedo”, le contesta él. Y recuerda a Rimbaud: “Por delicadeza he perdido mi vida”. Y los dos se sienten golpeados por la burocracia médica que, para Jesús, es comunista o es fascista.
Dedica Amilibia su admiración a Álvaro Pombo y escribe: “Estoy en una edad en que comienzo a tener opiniones que no comparto”. Ketty, que es judía, se ha preparado para el desenlace. Jesús escribe: “Después de miles de entrevistas he aprendido algo: las mentiras del entrevistado dicen más de él que sus verdades”. El tumor no se agranda, pero la metástasis, sí. La resonancia magnética confirma la realidad. “Huelo a muerta y nadie me lo dice… Ya casi no me queda tiempo”. Hay que internar a Ketty en una residencia. Sus momentos lúcidos van a menos. Llegamos a la demencia habitual. Ella ya no reconoce. Apenas ve. Al marido le angustia “verla desaparecer poco a poco hasta dejar de ser ella, los delirios”. “Quiero guardar –escribe el 27 de mayo– este recuerdo de su rostro plácido de rasgos dulces, sin aristas, sin gestos de dolor…”. El 30 de mayo añade: “Me cuesta imaginarme la nada. Los budistas dicen que es el estado vacío de la muerte. O sea, el estado en que viven los políticos”.
Ketty se asfixia. Aumentan las apneas. Jesús, como Virgilio, le entrega lirios a manos llenas. Ella, la que le amaba, se va sin un quejido, se marcha lentamente, como un río, al mar de los cielos. Jesús, el marido trémulo, cierra los ojos a la enamorada inmóvil.