"Hay años en que uno no está para nada”, solía afirmar Julio Camba, cima del humor periodístico español. Hace setenta años me comentaban los redactores veteranos de ABC que Don Torcuato gastó mucho dinero en trasladar a Camba a Múnich, a la Fiesta de Octubre. El enviado especial solo escribió una crónica: la más breve de la historia del periodismo español: “Hoy ha comenzado la Fiesta de Octubre en Múnich. Dentro de nueve meses la población de esta ciudad crecerá de forma fulminante”. Camba agonizó lentamente en el ABC verdadero. Lo enterramos con angustia y luego fuimos a almorzar al viejo Valentín. Juan Belmonte, su gran amigo, no abrió la boca. No quería terminar como Camba y había decidido suicidarse.
Rosa Belmonte y Emilia Landaluce representan hoy la gran tradición del periodismo de humor. Hacía mucho tiempo que no leía un libro con tanta satisfacción como este de Belmonte y Landaluce: Sobre nosotras. Sobre nada (La Esfera de los Libros). Las autoras se ríen de todo y especialmente de sí mismas. Es el humor inteligente que descarga ironías y desdenes en cada página.
“Me alegró la muerte de Franco –escribe Rosa–. Qué alegría: nos mandaron a casa unos días”. Franco y Lola Flores eran para la niña las personas importantes de España. Se extasiaba también ante un profesor “guapo como un dios griego”, pero con chalecos de Zipi y Zape.
Cita a Camba, a Josep Pla, a Revel y también a M. F. K. Fisher. Para Rosa vivir consiste en comer lo que queremos. Nada supera para ella el jamón y la tortilla de patatas, pero no desdeña ni el caviar ni el foie ni los torreznos. Se refiere Rosa al ambiente cargante de su niñez. Y piensa a veces que ha vivido en El Buscón y comido el caldo del Dómine Cabra.
Para Rosa la patria no es la infancia, sino la televisión de la infancia. Es una escritora muy inteligente, asocia ideas, pero sobre todo imágenes. Que alguien te diga que no puede vivir sin ti... ¿y por qué no está muerto ya? “Claro que he conocido a hombres inteligentes –escribe– y he querido a algunos. Pero no tengo necesidad de vida en pareja”. “Nunca seré periodista –añade– solo escribo en los periódicos”. Habla de mi inolvidado amigo Marcelino Camacho, ironiza sobre Comisiones Obreras y se aburre en las fiestas del PCE.
“Voy al Retiro y veo perros. Como una perrerasta”, afirma. Y se divierte con la tía Bernardeta y su perro Bebelone. Asegura luego que Ortega escribió: el amor es un estado de imbecilidad transitoria.
Landaluce explica que su madre, una mujer guapísima, fue comunista en su juventud, pero estuvo de montería con Franco. Tras una desgracia familiar puso un mantel sobre el ataúd y lo usó como mesa, con los salmorejos encima.
Cita a Lázaro Carreter para definir a la persona culta y habla de Hannah Arendt para entender la banalidad del mal. O la levedad del bien. Los abuelos de Emilia no eran franquistas sino monárquicos y le exigían a Franco la vuelta del Rey. Su tío la llevó a aprender inglés a casa de Karen, que tenía pinta de haberles cortado a sus niños el cordón umbilical con los dientes.
Estudió en Los Rosales, el colegio de los elegantes. Supo que Felipe nunca se había escaqueado de hacer un examen. “Después de eso, ser rey me pareció la mayor putada del mundo”. A ella le entusiasma comer, pero ha refinado sus atavismos. Y escribe: “Prefiero que me llamen puta a que me digan que he engordado”.
Se mofa Emilia de ciertos amores y narra su historia con un marqués que era coprófago. Para ella, heredar nunca ha sido una opción. Desde niña, a la que llamaban Kika, quiso trabajar para librarse de los padres, del Estado Leviatán, de los maridos de pantalón rojo con pinzas. Para ella, como para Pla, el humor y el drama requieren idéntica seriedad y se aprende más entrevistando a Tita Cervera que a cualquier ministro.
Un libro, en fin, éste de Belmonte y Landaluce, que me ha hecho pasar uno de los mejores ratos literarios del último año, un libro tan inteligente que cautivará a los lectores.