Cien años después, José Hierro se encuentra entre los diez poetas españoles más grandes del siglo XX, junto a Lorca, Aleixandre, Alberti, Juan Ramón, Machado, Guillén, Valente, Brines, Gimferrer… El orgasmo literario consistía para muchos escritores de mi generación en escuchar a José Hierro cuando alucinaba hablando sobre poesía. Su centenario me trae al recuerdo lo que escribí sobre su obra literaria.
Acurrucado en la desmemoria, “al otro lado del océano de los años”, el poeta sangraba versos “por sus venas ancianas”. Sabía, como Lope, que lo que transcurría de su vida era “parte de la muerte”. Hierro no creía en el más allá. Pensaba que la eternidad es un sueño, como lo es la propia vida en el pensamiento de Calderón. “Yo ya no lloro. Ni siquiera cuando recuerdo lo que aún me queda por llorar”, decía. La palabra doliente del poeta se hacía cada vez más profunda, cada vez más lejana. Pensaba que solo habría “sombra, silencio, vacío”. Verdaderamente, vuelve el polvo al polvo. Pero ¿vuela el alma al cielo? El alma, en el verso desolado del poeta, muere con el cuerpo. Todo es, como escribió Bécquer, “vil materia, podredumbre y cieno”. Los “ríos profundos como penas” de los versos de José Hierro tienen palabras arrancadas a Manrique y están escritos en el papel deshabitado que va a dar en la mar, “que es el morir”. “La muerte es un amor que habla con el silencio”. Y Hierro, sacudido por el mismo aliento existencial de los poemas de la consumación de Aleixandre, concluyó su gran soneto inolvidado: “Qué más da que la nada fuera nada si más nada será después de todo, después de tanto todo para nada”.
Pero antes de las lágrimas marchitas, José Hierro quiso ver la vida en la Babilonia de hoy, la del Hammurabi contemporáneo, la ciudad de los “jardines colgantes” de Semíramis, la capital de todas las degeneraciones, de todas las depravaciones, de todas las bellezas también, de todas las culturas, de los rascacielos de “acero y miel”, de las fachadas de catedrales “bordadas de palomas”, de “las miles de heridas luminosas” que asaetean los edificios, esa urbe atroz y magnífica que es el gran mito americano. Poeta en Nueva York, bien lejos de Lorca, José Hierro, desde su verso existencial, enfrentó la cultura europea al desafío de la metrópoli que simboliza el nuevo Imperio, hoy en declive. Sus poemas caminaron vacilantes por las calles de la gran ciudad babilónica, temblando entre las músicas de Mozart y Mahler, de Bach y Mahalia Jackson, de Schubert y del laúd que “restaña las úlceras de la madera”; de Beethoven, en fin, que es la soledad sonora, presente la palabra de San Juan de la Cruz.
José Hierro no fue nunca traidor a su patria, su única patria, “que es la poesía”. Se abrazó a Rothko, el inventor del silencio. Y habló del oleaje de las caderas y los pechos desnudos, de los ojos de niebla, de los cuerpos nadando en el irrepetible acuario azul, dos llamas pálidas que se abrazan y lamen en el ocaso de las miradas serenas, a la luz del alma. Habló de la “seda fría y violeta del río”, del “hervor de los brazos blanquísimos de las olas”, del “dorado acento del vino”, del tiempo que deja arrugas en el paisaje y que “despeina las aguas del lago”, del lago que rasga la seda de esas aguas. Habló también de la esclava africana “en cuya sangre se disuelve el sonido de los azotados”, extraídos de su tierra primigenia y transportados en las sentinas, en las ergástulas de los barcos negreros. Hierro aseguró, como Senghor, que la poesía es “música y letra a la vez”, como lo fue en Israel y en el antiguo Egipto, como lo es en el África de la negritud, hoy. Ciprés en el fervor de Silos, “enhiesto surtidor de sombra y sueño, que acongojas el cielo con tu lanza”, el poeta toma de la mano a Lope para decir: “Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero escuchar el mar”.
“¡Lástima grande que haya sido verdad tanta tristeza!”, escribió José Hierro, recordando un verso, en el que ya se había fijado Calderón, y que escribió para doña Elvira el pequeño de los Argensola, Bartolomé Leonardo: “Porque ese cielo azul que todos vemos ni es cielo, ni es azul. ¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!”. Tristeza, belleza, tierra futura sin nosotros, página abierta de las alucinaciones, amor profundo de las almas que marchan juntas “hacia el mismo nido caliente”. Perdido en la vida incandescente de la ciudad, Hierro se refugió siempre en Lope: “Mañanitas floridas del frío invierno recordad a mi niño que duerme al hielo”. El poeta se inclinaba a veces para recoger con ternura un puñado de nieve, solo un puñado de nieve, y lo acunaba entre sus manos, como a un pájaro, “para que no llore de frío”.