El silencio es azul. La sombra de la muerte lo oscurece todo. Tras la pálida penumbra del más allá, lo invisible se contempla al encenderse la bujía interior del corazón. Busca el poeta la verdad entre las sombras y se agota al contemplar la noche sin luna que se incendia de esplendor.
El silencio de cristal claudica entre las horas y se queda solo, aromado de brillos y cantos que conturban. Entre el ruido de los pájaros, la voz lírica indaga el oro puro del ser sobre la hierba. Confinado en el último rincón del tiempo, el poeta se derrumba sobre las horas y el amor. En su libro, Paraíso claustral (Vaso Roto), conversan Bernardo de Claraval, en cuya celda suenan las campanas, y Si Kongtu, el poeta chino que se debate en el jardín oculto de la dinastía Tang entre Tu Fu y Li Tai-pe allí donde triunfa mi admirado Wang Wei, que estremece con sus versos. Fue ilustrador y músico y tuvo una vida zarandeada y tormentosa. 52.000 poetas, en fin, estuvieron censados en la época Tang.
La palabra yacente y pedernal de Carlos Aganzo viene de la región de Nod. Es la llama que prende el infinito en la pluma del poeta, sometido al canto de los labios enjaulados de la amada. No tienen respuesta sus palabras. La danza, sí. La música callada, la soledad sonora que ilumina el sagrado holocausto del amor.
Busca el poeta la verdad entre las sombras y se agota al contemplar la noche sin luna que se incendia de esplendor
Sobre los campos fúlgidos de luz, la iluminación se hace verdosa para contemplar el coloquio de las piedras, la lección sin pudor del manantial. Con los párpados ardidos por el sol, muerde el aire el poeta entristecido y turbio en su busca vacilante de la amada lejana y sola. Frente al lienzo de fuego de los cirros, el corazón se ofrece en carne viva en la distancia. La razón no lo entenderá. Por eso bascula entre el fulgor, el ansia y el silencio porque no debe arañar la sustancia del amor.
Es tan largo el olvido, escribió Pablo Neruda. ¿Vive el amor de la carne sacudida? ¿Vive el amor de incendios minerales?, se pregunta Carlos Aganzo. Sin él, sin el amor, las cosas del mundo se reducen al sonido o al silencio. Son heridas. Heridas sin cicatrizar, abiertas sobre los despojos de la tarde, mientras desde lo alto del nido las sombras inician su viaje hacia la nada. Porque Jean-Paul Sartre tenía razón. El ser es un ser para la nada, es un ser para la muerte como en el verso liminar de José Hierro, que se recitará dentro de doscientos años con la misma fuerza que hoy: “Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada”.
Ícaro decepcionado, en el soneto de Quevedo del polvo enamorado, sabe que el alma cuelga en el vacío. Es el batir de los peces abisales. Y no sabe a donde vamos ni de donde venimos. ¿Somos de donde venimos o somos a donde vamos?, se pregunta el poeta, con remembranzas al Rubén grande de Lo fatal, cuando resumía en un verso la filosofía entera del siglo XIX y el Nietzsche devastado del Dios muerto, la genealogía de la moral, el origen de la tragedia y las palabras como brasas de Zaratustra.
Poesía de vanguardia conceptual, en Paraíso claustral se encienden los pensamientos de Carlos Aganzo, casi todos profundos, algunos vulgares, ninguno rastrero. Se queja, en fin, el poeta de que lo ha perdido todo. Es verdad. Y piensa que no ha sido nada, que no es nada. Salvo permanecer en la línea de cabeza de la poesía española de última vanguardia.