El magisterio de Azorín condicionó la literatura del siglo XX. Así lo creía Camilo José Cela y me parece que Mario Vargas Llosa no anda lejos de esa opinión. Antes de Azorín se escribía de una manera. Tras la obra literaria del autor de La ruta del Quijote se escribe de otra: se ha reducido la adjetivación, se ha contenido la metáfora, se han embridado los relativos.
Asombraba la vasta cultura de Azorín, si bien nunca presumía de ella. Era un hombre discreto, sobrio y elegante, el ademán contenido, baja la voz, el traje gris, la corbata azul, blanca la camisa, los puños con gemelos. Con apenas veinte años tuve la suerte de que el inolvidado Luis Calvo me sentara al lado de Azorín en la redacción de ABC. Entonces no había mesas individuales sino una grande compartimentada cuando el periódico era con gran diferencia el más importante e influyente de España.
Visité al maestro en muchas ocasiones en su casa de la calle Zorrilla, junto al Congreso de los Diputados, a los que entonces se llamaba procuradores. En su pequeño despacho destacaba el orden de los libros y una fotografía de Las meninas de Velázquez. El primer día que le visité me habló minuciosamente de sus personajes: de Nicolasito Pertusato, de Mari Bárbola, de Isabel de Velasco, de María Sarmiento, de Mercedes de Ulloa y, claro, de la Infanta Margarita. Conservo notas de algunas de mis conversaciones con Azorín.
Me dijo que Antonio Machado era uno de los más grandes poetas, aunque decimonónico; que Juan Ramón Jiménez le emocionaba; que nadie había escrito versos de amor como los de Foxá; que Ortega y Gasset era tan buen escritor como filósofo, que su escritura significaba lo máximo en calidad en el siglo XX; que era una lástima que César González Ruano fuera vanidoso y botarate; que admiraba a Pemán; que Buero Vallejo escribía el teatro que él no sabía hacer; que a Ramón Pérez de Ayala le caracterizaba el odio con que le distinguía; que Fernández de la Mora creía resolverlo todo con la exhibición de la pedantería; que Luis Calvo, “a veces de hierro, a veces de seda”, era un genio del periodismo…
En 1964 le visité, quizá por última vez. Me llamó él para felicitarme por el premio Mariano de Cavia que yo acababa de ganar. Me expuso su emoción porque la crónica premiada la escribí como corresponsal de guerra, sentado en un barril de dinamita en un C-130 volando de Stanleyville a Leopoldville. Me enterneció al lamentarse de que se había presentado en dos ocasiones al Cavia y nunca lo ganó.
Era yo por entonces subdirector de ABC, al frente de las páginas de hueco, y presenté, sin consultarle, tal vez su último artículo en tercera, Condensaciones de tiempo, en el que hablaba de tristeza y otras ancianidades, de Baudelaire, de Don Juan Manuel y “el conde Lucanor”, de Nietzsche y su “energía ligera”, de Lagartijo y Santa Teresa. Una maniobra de Emilio Romero en favor de un amigo, respaldada por Torcuato Luca de Tena, dejó a Azorín sin el Cavia. A Azorín y a la historia del premio.
El autor de Españoles en París nació el 8 de junio de 1873, vivió 93 años y escribió: “La vejez es la pérdida de la curiosidad”. Dejó para la posteridad una de las obras literarias más extensas y sólidas de nuestra literatura. Fue académico de la Real Academia Española y la honró con su presencia, que espero no se olvide, afirmando que es difícil hacer del idioma un instrumento exacto y dúctil: “es fácil salir del paso con un superlativo que no dice nada”.