José de Ribas, militar español del siglo XVIII, amante de Catalina la Grande, emperatriz de todas las Rusias, se revuelve en la cama después de satisfacer a la zarina ninfómana, convirtiendo "el tálamo imperial en el escenario líquido de la lujuria". Cruz Sánchez de Lara ha novelado un pasaje histórico casi desconocido para los españoles y lo ha hecho con rigor científico, calidad literaria, adjetivación exacta, certera metáfora, cuidada sintaxis.

José de Ribas, enamorado de su nación, España, educado en Nápoles, viajero infatigable, se convirtió en preceptor del hijo de un noble ruso, se casó con Nastia, la hermana secreta de la zarina; se enfangó con la alta sociedad del país; se incorporó a su Ejército; se convirtió en hombre de confianza de Potemkin; venció en incontables batallas; participó en la conquista de Crimea; fundó la ciudad de Odesa y se convirtió en un personaje en San Petersburgo, donde "la corte era un nido de víboras".

Tras el fallecimiento de la zarina, fue ministro de Pablo I, el hijo considerado por su madre como "un necio incapaz", como un "maniaco depravado". Participó Ribas, sin embargo, en la conspiración que concluyó con el asesinato del zar, y también con su propia vida, probablemente envenenado.

Cruz Sánchez de Lara desmenuza a José de Ribas con penetrante sagacidad psicológica y refleja la decadencia moral del siglo XVIII

La suntuosidad de los palacios, el desenfreno de la vida social, el desdén de la aristocracia asistida por incontables siervos, las joyas de valor insultante, los vestidos de seda y oro, los festines desbocados, las viandas, los vinos y licores, el gasto desenfrenado, la Cámara de Ámbar del escultor Schlüter que dos siglos después robó Hitler, todo ello desfila por la novela de Cruz Sánchez de Lara.

Se refleja En la corte de la zarina (Espasa) la decadencia moral del siglo XVIII, cuando la Revolución Francesa golpeaba las puertas de Europa y Catalina la Grande disfrutaba con la caravana incesante de sus líos amorosos y administraba Rusia con los diversos "Gobiernos del coño". El hijo de la zarina zahería a su propia madre con las más ácidas palabras.

José de Ribas, que "no tenía vocación de enseñar Historia, sino de formar parte de ella", consiguió su propósito hasta saciarse. Cruz Sánchez de Lara desmenuza al personaje con penetrante sagacidad psicológica. La emperatriz, mujer tan inteligente como procaz, era una "devoradora de hombres". Y le pidió ayuda a Ribas para terminar con su hijo Pablo, al que consideraba un necio, mientras, tras el fallecimiento de su primera mujer, alentaba a la segunda para que le diera un nieto y pudiera prescindir del hijo al que despreciaba.

En el secreto salón erótico del Palacio de Verano, la zarina se confiaba al militar español, le llamaba Osip y le dedicó su libro Nakaz. "Somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras", le enseñó Betskoi a Ribas. Este aprendió la lección, tan necesaria en aquella corte de las intrigas, las insidias y las traiciones.

Pero Ribas no se sumó nunca a las tumultuosas corrientes de la envidia que anegaban a los cortesanos. "¿Qué es la envidia, sino el tributo que paga la mediocridad a lo excelso?". Ribas simplificó su vida en San Petersburgo: "Al altar con Nastia, a la cama con Catalina y a la guerra con Potemkin".

"Solo soy una filósofa en el trono", afirmaba con tristeza Catalina la Grande. Leía con pasión el Emilio de Rousseau y presumía de su amistad con Voltaire, Diderot y D'Alembert. Los hombres para ella eran simples floreros para el placer y la diversión, pero sabía que "al trono se llega por la cuna, no por la cama". Quiso deshacerse, sin embargo, del hijo "necio e idiota". Pablo temía que su madre le envenenara, dispuso de un catador para probar los alimentos y estaba seguro de que ambos, madre e hijo, "deseaban programar el funeral del otro".

A la muerte de Ribas, tal vez envenenado, el 2 de diciembre de 1800, el militar español dejó una Rusia convulsa tras escribir una parte relevante de su historia, porque, como aseguró Potemkin, "Crimea siempre ha sido la gran aspiración de Rusia".

Una novela, en fin, que se lee de un tirón desde la primera página a la 565 final sin que decaiga el interés. Cuando Cruz Sánchez de Lara se fue a cazar leones a Escocia y publicó su primera novela, escribí en esta página: "Novelista habemus". No me equivoqué.