Con Juan Manuel de Prada estuve siempre seguro de no equivocarme. Aposté por él desde que leí su primer libro. Se ha convertido ya en uno de los nombres cimeros de nuestra República de las Letras. Eso sí, le robó sin pestañear a Gerardo Diego “las manos ojivales hechas para dar de comer a las estrellas”; y a mí la adjetivación de “la palabra ofidia”.
Nunca tuve en cuenta semejante rapiña porque Prada es un escritor exuberante y genial, la palabra magullada, la estampa viva del zigurat arrepentido, el lenguaje estrujado, el pensamiento sin fronteras, libre e independiente. Llegó a escribir con los dídimos erizados: “Los críticos quisieron ser escritores en su juventud y, como no lo lograron, se dedican a vejar con sus bilis a los que tienen talento…, pero a ellos les falta el vértigo y la llama”.
En ochocientas páginas brevísimas, Juan Manuel de Prada escudriña el París ocupado por los nazis. Estamos ante un libro de primer orden, Mil ojos esconde la noche (Espasa), obra maestra que supera a su anterior y al personaje en ella escudriñado, Ana María Martínez Sagi, aquella lesbiana cautivadora y contradictoria que amó desesperadamente a Elizabeth Mulder, “espléndida bebedora de la vida”.
Prada es un escritor exuberante y genial, la palabra magullada, el lenguaje estrujado, el pensamiento sin fronteras, libre e independiente
Juan Manuel de Prada, purasangre de las letras, ávido de despojos y cenizas, “spleen” de Madrid y enamorado de la inaccesible madame Sabatier, temor y temblor de Las flores del mal. A la sombra de un monte de venus dorado y legendario, aquella mujer cautivó al novelista y pudo decirle al pisar la oscura penumbra del más allá: hermano, no me busques bajo esa losa fría, en la huella candente de tu sueño estoy viva.
Prada despedaza en su nuevo ensayo novelado la entera sociedad más enervante del siglo XX en la que convivieron, París ocupado por Hitler, comunistas, nazis, franquistas, demócratas, sarasas, pederastas, cacorros y cínicos, escritores desparasitados de palabras hueras en la ciudad irresistible.
Habla el autor de Bernardo Rolland, al que conocí a fondo y que no merece sus duras expresiones desdeñosas. Se enciende como una brasa en el Tiberio de Marañón, al que presenta rendido en París ante el Franco triunfal. Resucita a su personaje liminar Fernando Novales. Asegura que Perico Urraca, con su pelo engominado, su boca de alfil y su amante esclavo Antonio Hoyos, reía como si crascitara.
Recorre la vasta soledad tiznada de los Campos Elíseos, estancado de halagüeñas inminencias. Se cachondea del ménage à trois del autor colombiano José María Vargas Vila. Radiografía a César González Ruano, el Ruanito arcoíris que calificaba de locoide a Ernesto Giménez Caballero y enanizaba a Pedro Luis de Gálvez.
Califica Prada de vejestoria a Raquel Meller. Afirma que el embajador Lequerica se complacía en la insidia de que doña Carmen Polo dormía en otra habitación para garantizar la castidad del dictador. Describe los ojos azabache de María Casares, gran actriz, hija de Santiago Casares Quiroga, que fue presidente del Gobierno y dijo el 18 de julio del 36: “Si los militares se quieren levantar, yo me voy a acostar”.
Habla con prudencia de Lola Moya, la mujer de Marañón. Cree que los comunistas se subieron a las barbas de Ortega y demás liberales, provocando así la lamentación del “no es esto, no es esto”. Piensa que Mariano Daranas, Daranita, se metió en conflictos absurdos, si bien acierta al considerar que el parlamentarismo estéril condujo a la catástrofe del 36.
Se refiere a Pablo Picasso con desprecio, le llama reiteradamente pintamonas y se equivoca, Picasso, al menos el Picasso que yo conocí, nada tiene que ver con el personaje hirsuto descrito por Prada que hubiera disfrutado estrangulando al autor del Guernica, tras hacer chinchulines con sus tripas.
Respeta el autor, sin embargo, a Cocteau. Desdibuja a Pepito Zamora y también al “baturro Luis Buñuel” y a un púgil sonado llamado Johnson, un negrazo que lo acompañaba en sus redadas de bujarrones por los pestíferos mingitorios de la plaza del Progreso. Se enternece luego con Dora Maar y su perrita Kitty. Asegura que el orgullo es el doctorado de la vanidad y por eso juzga sin pasión a Celia Gámez y habla de Pétain y del gran Charles Maurras.
Desdeña a Serrano Suñer y a sus marquesas burladas. Admira al pintor Grau Sala y se mofa del capitán Alisch, cada día más enamorado de María Casares. Se refiere con dureza a la muerte de Alfonso XIII en su exilio romano y defiende a Paul Éluard y también a Óscar Domínguez.
Discute con Marañón, que concluye defendiéndose en la polémica: “era una sinécdoque”. Elogia a Viola y llama mentecato a Hemingway. Informa con toda su mala ley sobre el negocio pilotado por Ruano de los pasaportes a judíos. Y se complace en prorrogar el desfile de destacados personajes del París ocupado, en aquella época que se fue para siempre.