Allí donde la vida nos espera, la poeta se adentra “en parte donde nadie parecía” para desvelar a San Juan de la Cruz, ya enturbiada la noche oscura del alma, amada en el amado transformada. Carmen Palomo descubre el amor haciéndose perdidiza en el ejido, sierva de sí misma y también de sí misma fugitiva. Como sólo en la luz tenemos nombre, la poeta tiembla ante el amor fugaz. Se muerde entonces su propia cola, uróboro celeste, diamante loco que seguirá brillando para tormento de la soledad y el misterio.
En Ramas de mirto en la ciudad eterna (Visor), Carmen Palomo desnuda su piel desprendida para probar el dulzor del pecado y la manzana y se convierte en esclava que no puede escapar porque la tristeza es, quizá, el privilegio oscuro de los hombres. Amor, mi amor azul, clama en el extremo de la noche y susurra arrasada por las lágrimas: “Podrás no amarme, mas no me arrancarás el amor que por ti siento”.
Uva silvestre sin madurar, la poeta es el agrazón que tienta la ternura, el resplandor sin vínculos, asilo para ángeles ancianos, temor y temblor en las pupilas de los niños ciegos que viven sobre la humedad desahuciada porque no hay vuelos tan altos ni tristezas tan gélidas como las del amor lejano y solo. Ninguna mujer enamorada es capaz de rescatar la noche de sí misma.
¿Cuántos años se necesitan para el desgaste del amor?, se pregunta Carmen Palomo Pinel mientras escribe versos que se balancean como ramas de mirto sobre la ciudad eterna. Y recuerda a Mark Rothko, el pintor que se arrancó la vida en busca de la luz, tallo del espliego ante el horizonte del amor y el fuego. La poeta, vértigo de la mano estremecida, se desmorona por la vida con la olivada piel por todo atuendo.
Pretende reengendrar la realidad adentro y se abraza a ella en la luz de sus dendritas. Pero parece un árbol fósil que tiembla sin éxito y deshilacha la belleza del barro y del pasado porque tan solo el presente es mortalmente inalcanzable.
Vamos a dar una oportunidad a la paz, al diálogo y a la negociación. Si eso fracasara veremos qué hay que hacer
“Salgo a la calle –escribe–. Fuera estaba el secreto, a la vista de todos, y por eso nadie lo miraba. ¡Es mío! ¡Es mío! ¡Es mío! Que míos son los cielos y mía es la tierra. Que quien ama, comprende, que solo la sobreabundancia es justa. Que el ser es desmesura. Que su medida exacta es el desbordamiento”.
Lengua de la infancia que sabe hablar con Dios, Carmen Palomo Pinel desliza sus poemas por el vértigo solar del tobogán. El amor que se va es una muerte anticipada. Ella se sienta a su lado en la orilla del tiempo. “No soy nada en tu vida, no soy nadie”.
Su canción se agita desesperada, lejana, cercana, a Pablo Neruda, porque es tan corto el amor y es tan largo el olvido. Y desgarra las páginas del libro entre las ramas de mirto y la tristeza profunda. Enamorada hasta lo más hondo del alma le dice al amado huido: “Pido que tú jamás conozcas la verdadera muerte, la de no ser amado”.
Siente, en fin, la poeta el frío heraldo que busca a su víctima, la guadaña en alto. Decide entonces implorar piedad a una estrella inesperada y se agarra a las ganas de seguir viviendo todavía porque el dolor es mejor que la nada.