Queremos tanto a Saul Steinberg, el ilustrador que se comió la Gran Manzana
- La Fundación Juan March presenta la primera retrospectiva en España del famoso dibujante de The New York Times.
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Si evaluamos el arte desde el gusto es porque no damos abasto con la estética: demasiados nombres, demasiadas obras y poco tiempo para argumentarlo todo. Pero, a veces, basta una loncha de mortadela para mandar las prisas al diablo. Dibujada y recortada, que no comestible, es una de las 424 obras de Saul Steinberg, artista en la Fundación Juan March, su primera retrospectiva en España.
Steinberg (Râmnicu Sarat, 1914-Nueva York, 1999) ya nos gustaba por su medio siglo de colaboraciones con The New Yorker, sin embargo, aquí se argumenta que también puede sentarse en la mesa de Ben Shahn –con exposición en el MNCARS hace unos meses– o de Paul Rand, todos judíos de Europa del Este (o sus hijos) que vivieron el auge de la publicidad en el Nueva York de posguerra hasta que la artesanía del anuncio se les quedó pequeña. Y quizá sea así, como también podría ser lo contrario y Steinberg nos seguiría gustando igual, o más, por hacernos pensar sobre la lógica de las sensaciones con un embutido de cartón.
Ilustrador, humorista y apátrida en serie, Steinberg nació en Rumanía pero se formó como arquitecto en Milán. Allí empezó a dibujar en prensa para costearse los estudios, aunque las leyes raciales de Mussolini le obligaron a huir en 1942 hacia el mejor Manhattan posible. En su isla, hizo amigos interesantes, de Alexander Calder o Walker Evans a los arquitectos Bernard Rudofsky y Marcel Breuer, y se comportó como el inmigrante perfecto, que no es el que se integra, sino el que desintegra con un trazo ágil y agudo, que no hiriente, a las personas, ciudades y paisajes que se va encontrando.
La habilidad crítica parecía venirle de fábrica. En unas imágenes para la revista Flair (1950) expuestas en la March, viejas cómodas simulan un desvencijado perfil urbano y unos papeles milimetrados, rascacielos de oficinas. Unos meses más tarde, The Architectural Review las publicó en Inglaterra: “Steinberg parece darse cuenta de que Nueva York no es tanto una ciudad moderna como el sueño de la ciudad moderna que asedió el imaginario del siglo XIX”.
Esta empatía se manifiesta también en sus apuntes de viaje por Estados Unidos, un país de “diners, chicas, autos” del que se sentía, en parte, descubridor. Son parajes letraheridos: en Grand Canyon (1958), una casita es más pequeña que su rótulo, “Motel”, y sus ciudades flotan en un magma de anuncios luminosos. Se trata de dibujos que recrean estereotipos, pero lo hacen sin condescendencia. Más que enjuiciarlo, Steinberg observaba el panorama comercial con genuina curiosidad antropológica, décadas antes de que Robert Venturi y Denise Scott Brown hicieran lo propio con Las Vegas.
“Conseguí salir de ciertas vulgaridades del dibujo humorístico… conservando siempre un poco de esa mediocridad”. Pese a estas palabras, la impronta de sus años de viñetas no debe considerarse menor, como manifiesta la elección del punto de vista en sus escenas urbanas.
Al igual que en los dibujos de periódico, la línea del horizonte se dispone en la parte superior de la imagen. De esa manera, en vez de en profundidad, leemos de arriba abajo y por toda la superficie, donde la riqueza de la actividad humana evoca un retablo o una pintura de Brueghel. Pero elevar la técnica de Steinberg no basta para explicarnos su encanto.
En una exposición que abunda en el dibujo autorreferencial, con señores que se pintan a sí mismos, destaca una vitrina suspendida como una de sus escasas aportaciones directas a la arquitectura. Por encargo de Ernesto Nathan Rogers, cabeza del estudio milanés BBPR, Steinberg dibujó en 1954 las paredes de un laberinto infantil en Parco Sempione.
La obra traza una línea recta que cambia de significado según avanza: superficie de un lago, tendedero, vía de ferrocarril, cornisa que mira hacia abajo, cuenta de resultados, horizonte de una monumental avenida y sólo al final, en un quiebro, el perfil de un lapicero que sujeta una mano. Es una forma de decir que lo que vemos quizá no sea lo que vemos, sino a nosotros mismos interpretando lo que vemos.
Este aforismo visual llevó al historiador Ernst Gombrich a señalar la brillantez con la que el trabajo de Steinberg filosofaba sobre la representación, y en esa clave cabe entender también piezas tridimensionales como su cámara de madera y tuercas (1974) o las mesas, libros y útiles de dibujo que comenzó a tallar a mediados de los 1970 y hasta la mortadela (1981), sí. Aunque traducen objetos reales, se presentan como juguetes.
Ahí está el límite exacto de Steinberg. Se acerca y sugiere, pero nunca es abiertamente pop ni solapa obra y motivo. Y es que, si Andy Warhol ironizó con que unos aduaneros confundiesen sus Cajas Brillo con detergente de verdad, Steinberg, a quien un pasaporte “ligeramente falsificado” le costó su deportación en 1940, quizá no le veía tanta gracia a la caligrafía de lo real.
Su cénit, por el contrario, está en la ensoñación surrealista y lo impreciso. En su portada para The New Yorker de marzo de 1976, la Novena Avenida aparece en la base, luego Manhattan con detalle y, a medida que subimos la mirada, pasamos del Hudson a una parcelita que resulta ser Estados Unidos y, de ahí, al Pacífico y Japón.
No hay crítica más sintética proverbial al ombliguismo neoyorquino. Porque después de anuncios de televisores, coches y tuberías, de escenografías y esculturas, de amistades y medallas, la ligereza de Steinberg es sencilla e inefable a la vez. El arte tiene algo de milagro y los milagros no sólo brotan donde les da la gana, sino que no tienen por qué resultar aburridos. Ñam.