Pedro González-Trevijano toma del brazo a Miguel de Cervantes, mientras los caballos de Goethe se precipitan enloquecidos hacia su destino. Ambos, el jurista y el escritor, escuchan cómo Don Quijote dice a los actores de la compañía de Angulo el Malo: “… y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho; que lo haré con buen ánimo y buen talante, porque desde muchacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula”.
Resulta que Trevijano, primer nombre de la Justicia española hoy, catedrático de Derecho Constitucional, rector de Universidad, académico de Jurisprudencia y Legislación, presidente del Tribunal Constitucional, siente profundamente la significación del teatro en la vida cultural y ha escrito una obra que he leído de un tirón: El juicio (VdB).
Como Madariaga, que resucitó en el panteón de El Escorial a los reyes de España para que se enzarzaran entre ellos, Trevijano somete a juicio a dos personajes especialmente vidriosos: Marco Bruto y Poncio Pilatos. Marco Aurelio es el juez; Papiniano, por encima de Cicerón y de Séneca, el defensor de Bruto; Lincoln, el de Pilatos; y Robespierre, el fiscal. El juicio se desarrolla en la Sala de Vistas de la Basílica, Tribunal de la Roma clásica.
“En cuanto al proceso simultáneo de Bruto y Pilatos –anuncia Marco Aurelio– estamos ante un juicio de la Historia”. Robespierre arremete contra Bruto. Le considera “el estereotipado símbolo de la aristocracia, arrogante y sanguinario”. Papiniano asegura que Bruto puso fin a los desmanes de un déspota mitificado, Julio César, y cita a Quevedo que considera a Bruto “blasón de la República”.
Robespierre se revuelve contra el jurisconsulto. Piensa que “el poder de César dimanaba de la necesidad de resguardar los intereses de una exangüe Roma y de la desangrada voluntad del pueblo”. Y subraya la sensibilidad del dictador que, aunque epiléptico, “la boca llena de espumarajos”, lloró cuando le muestran la cabeza cortada de su rival Pompeyo.
Pedro González-Trevijano somete a juicio a dos personajes especialmente vidriosos: Marco Bruto y Poncio Pilatos
El cesarismo –asegura Papiniano– designa los gobiernos autoritarios fraguados con la impune artillería de las legiones”. Y explica cómo Vercingétorix derrotó en Gerguria a Julio César. Y también Ambiorix y Catuvolco. Robespierre denigra entonces a Bruto que al mando de 19 legiones y 100.000 hombres fue arrasado en Filipos. Considera a César como “el estadista más esplendoroso de la antigüedad”. Relata sus éxitos incluso en el proyecto de una biblioteca como la de Alejandría.
Papiniano explica las atrocidades cometidas por el autócrata al que considera un “genocida”. Pero –afirma Robespierre– distribuyó entre el pueblo trigo y aceite y “rebajó el alquiler de las casas”. Bruto interviene diciendo: “Para tratar con una víbora hay que arrastrarse por el suelo”. Y Papiniano concluye: “Bruto fue el brazo justiciero de los dioses y del pueblo… Shakespeare le hizo un flaco favor a César con su inventada frase incriminatoria: ¿Et tu, Brute? ¿Cómo va a exclamar tal cosa un hombre que recibe un sinfín de puñaladas?”
Lincoln toma entonces la palabra para defender a Pilatos porque “el cristianismo fagocitaba al Dios de Israel… Pilatos tenía que mantener férreamente el orden, la Pax romana”. Y rechaza la descarga de Robespierre que cita a Filón para cebarse “con la corrupción, la violencia, el latrocinio, las torturas, los abusos y las agresiones extraprocesales”.
Pero Lincoln no cede y dice con Caifás: “Conviene que uno sólo muera para la salvación de todo el pueblo”. Y afirma: “Pilatos no pudo hacer sino lo que hizo… ateniéndose estrictamente a las leyes de Roma”. Interviene Pilatos: “Yo era un soldado, no un tenebroso politiquero. ¡Hice las cosas lo mejor que pude! Aunque las discusiones con los sacerdotes fueron una imperdonable equivocación. Fui inmaduro e impulsivo”.
“¿Qué es la verdad? –se pregunta Lincoln– ¿Lo que dice el fiscal? No sabía que Pilatos fuera un precursor de la razón de Estado”. Y denuncia: “Los evangelistas son inventores, no historiadores.”. Pilatos vuelve a hablar asegurando, como en el Proceso de Jesús, de Diego Fabri, que quería salvar al Cristo. No pudo porque “tenía el afán de satisfacer una encomienda irrenunciable. Para eso había venido al mundo...”.
Interviene finalmente Marco Aurelio y el juico queda visto para sentencia. Trevijano deja al lector, deja al público, que sean ellos los que dicten la definitiva sentencia histórica.