Se admite corrientemente que lo que hoy llamamos “arte” surgió históricamente de la secularización de las prácticas religiosas, y que los objetos artísticos fueron, durante siglos, objetos de culto apreciados principalmente por sus propiedades sagradas. Pero no siempre se comprenden los cambios que esta “secularización” implica. Un objeto de culto tiene valor para quienes comparten la creencia en el relato que subyace al culto en el que se emplea. Así, los objetos valiosos son los que están oficialmente cargados con la fuerza de lo sagrado, bien sea por la tradición –como el Santo Grial o el manto de la Verónica– o por su consagración ritual.
En cambio, para que un objeto pueda ser considerado como una obra de arte –algo que es propio de las sociedades modernas– tiene que dirigirse a esa masa de individuos anónimos que llamamos el público, el pueblo o los ciudadanos. Esta colectividad carece de la homogeneidad sociocultural de creencias y costumbres característica de las comunidades tradicionales y, por tanto, el valor estético de la obra distará de ser una cuestión obvia o susceptible de ser decidida por una autoridad oficial. Esto explica por qué, en este terreno, se hace precisa la discusión pública en que consiste la crítica de arte.
El fracaso estético podría ser la forma en que, en el terreno de la cultura, se anuncia el fracaso general de una sociedad
Estos rudimentos que acabo de evocar se consolidaron en el siglo XIX, cuando los artistas se emanciparon de la tutela religioso-política y se liberaron del “encargo” que obstaculizaba su autonomía. Pero fueron gravemente atacados por los totalitarismos del siglo XX, que intentaron poner el arte al servicio de sus aparatos de propaganda y movilización de masas y acabar con la crítica de arte independiente. Por eso cuesta comprender la facilidad con la que hoy aceptamos que la legitimación de las obras de arte dependa de la política y se dirija a una audiencia previamente fidelizada hacia el mensaje transmitido, así como el que hayamos llegado a identificar la sentencia de muerte decretada contra la crítica de arte como un signo de progreso. Como si la sustitución del público ilustrado por los fieles adeptos fuese un grado superior en la escala evolutiva.
Se dirá, acaso, que el artista, como el mago o el sacerdote, aspira a lograr de parte de los espectadores una aquiescencia que no es sólo intelectual o moral, sino que invoca una comunidad de sentimientos como base de su apreciación. Pero despertar este sentir común entre quienes sólo comparten su desnuda individualidad no es una tarea del mismo tipo que convocar a los espíritus ante una clientela previamente constituida, adoctrinada y condicionada para creer en ellos, cuya adhesión está asegurada de antemano. Se trata, en el caso de la obra de arte, de animar un sentir o un imaginar libre que no puede dirigirse más que a la intimidad de los ciudadanos en cuanto cualesquiera anónimos, y que por tanto exige un grado de universalidad muy superior.
Esa comunidad íntima no puede identificarse con una nación, una clase o cualquier otro género particular de seres humanos; su unidad, siempre abierta e inacabada, es la de la indefinida multitud de todos los seres racionales y libres; todo intento de convertirla en una colección cerrada de creyentes, militantes, clientes o consumidores, condena al fracaso estético a la obra que así lo intente, aunque conquiste el aplauso de un público cautivo. La libertad del artista y la del público son históricamente solidarias del resto de las libertades civiles, por lo que la decadencia de las primeras presagia la de las últimas, de lo cual hay, como sabemos, muchos otros síntomas. Y el fracaso estético podría ser la forma en que, en el terreno de la cultura, se anuncia el fracaso general de una sociedad que se tenía a sí misma por pluralista y altamente civilizada.