Los humanos estamos en perpetuo cambio. Desde que nacemos, pasamos por un sinfín de fases que dan forma al individuo en el que nos vamos a convertir. Al principio no somos más que una amalgama de células sin consciencia de nuestra propia existencia. Con el tiempo, empezamos a apreciar que no estamos solos y, sin darnos cuenta, exploramos el mundo que nos rodea, programados por nuestra curiosidad innata. Durante la infancia, vamos descubriendo las cosas que nos causan dicha y las que nos provocan un insondable aburrimiento.
De repente, cuando creemos tenerlo claro, llega la adolescencia para ponerlo todo patas arriba. Lo que tanto nos interesaba deja de llamar nuestra atención y se abre ante nosotros un horizonte ignoto de posibilidades. Sentimos un vértigo inexplicable. Sin éxito, tratamos de recuperar el paraíso perdido, solo para comprobar que hemos sido expulsados sin remedio de su comodidad.
Nos resignamos y asumimos que comienza una nueva andadura. Abrazamos la libertad para tomar algunas decisiones importantes que determinarán nuestro futuro. Adquirimos una cierta conciencia social y establecemos nuestro lugar entre la masa.
Alcanzamos la madurez temprana y nuestras convicciones vuelven a saltar por los aires. Ponemos los pies en la tierra y nos enfrentamos a lo que será el resto de nuestra vida adulta: una sucesión interminable de situaciones sobrevenidas para las que nunca acabamos de estar del todo listos. Solo entonces asimilamos nuestro destino: la vida transcurre entre lo que se erige y lo que se derrumba.
La estoica aceptación de la ausencia de estabilidad nos acompaña hasta el final de nuestro tiempo, cuando comprendemos que será la muerte la que acabe con la zozobra. Pero a las puertas de esta surgen las dudas de última hora. ¿Habrá algo más? ¿Será parecido a lo vivido? “¿Por qué he de morir?”, se quejaba Camilo Sesto.
Aburrirnos nos prepara para el desequilibrio de la vida misma, que solo merece la pena ser vivida en su preciso y precioso desorden
Tras años de navegación y naufragio, nos hemos acostumbrado, después de todo, a que el presente se quede obsoleto en el mismo momento en el que está teniendo lugar. Hemos logrado hallar placer en el movimiento incesante. ¡Lo contrario se nos antoja incluso aburrido! Es importante prestar atención al papel que ha jugado el aburrimiento en toda esta travesía. Su dolorosa experiencia nos ha curtido en el arte de la adaptación a la novedad.
Nos ha acompañado siempre, esperando en la sombra para irrumpir en escena cuando más a gusto estábamos y obligarnos a indagar en lo distinto. Como si de un mecanismo de defensa frente al exceso de quietud se tratase, ha aparecido reiteradamente para abrirnos los ojos ante el hecho de que ya no podíamos seguir siendo felices trepando a los árboles, escuchando rock en la soledad de nuestro cuarto o coleccionando postales de lugares recónditos.
¡Bendito aburrimiento! De cuántas aventuras nos habríamos privado de no ser por su padecimiento; cuántas experiencias condenadas a ser solo en potencia, si un día no hubiésemos sentido hastío por aquellas que ya habían pasado a formar parte de nuestra cotidianeidad. El tedio nos ha entrenado en la búsqueda y el disfrute de lo extraño hasta el punto de que nos lamentamos de no disponer de más tiempo para realizar todas las vivencias posibles. Nos consolamos, no obstante, pensando en las que aportaron significado a nuestra historia.
Estamos condenados a jugar al juego del aburrimiento con las reglas de la entropía. Sin embargo, esto no constituye para nosotros un motivo de tormento, porque entendemos que aburrirnos nos prepara para el desequilibrio inherente a la vida misma, que solo merece la pena ser vivida en su preciso y precioso desorden. La alternativa es transitar en el estancamiento infinito. El aburrimiento es, en su justa medida, uno de nuestros mejores recursos en la lucha por la supervivencia.
Josefa Ros Velasco es doctora en Filosofía, especialista en Estudios de Aburrimiento. Acaba de publicar La enfermedad del aburrimiento (Alianza, 2022)