Al comienzo de un curso nuevo es inevitable preguntar a qué desafíos tendremos que enfrentarnos y cómo podremos hacerlo, sobre todo cuando las perspectivas no son halagüeñas, como es el caso. La inflación, el aumento del paro, la persistencia de la pobreza y el hambre en el mundo, la guerra de Ucrania, provocada por Putin, o la crisis climática, nos exigen llevar en las alforjas para responder a estos retos con altura humana al menos dos provisiones éticas imprescindibles: amistad cívica y amplitud de miras cosmopolita. Desgraciadamente, no damos muestras de habernos pertrechado de ninguna de ellas.
La amistad cívica es la virtud que une a los ciudadanos de una sociedad pluralista cuando se percatan de que han de cooperar para alcanzar juntos unas metas que es de justicia proponerse. Aunque distintos grupos persigan proyectos diferentes de felicidad, bregar codo a codo por encarnar valores como la libertad, la justicia, la solidaridad o el respeto mutuo es buena muestra de que no somos un agregado de individuos sin orden ni concierto, un conjunto de “yoes” unidos por casualidad, sino un “nosotros” dispuesto a impedir que alguien quede excluido, porque eso es injusto.
Por desgracia, en España ese “nosotros” que puede querer hacer algo conjuntamente no existe. Los partidos políticos, las redes sociales y los medios de comunicación han destruido día a día toda posibilidad de generar entre la ciudadanía una amistad cívica, capaz de construir una primera persona del plural. Vivimos en esa “Economía de la Atención”, que intenta atraer a las gentes con posiciones polarizadas, discursos del odio, noticias extravagantes. Y, por supuesto, prescribir a oyentes y lectores la posición que deben adoptar ante noticias del mundo político y judicial, calificando a cada personaje como “conservador”, “ultraconservador”, “de izquierda” o de “ultraizquierda” antes de contar lo que dice o hace.
Al parecer no importan los hechos ni las palabras, sino sólo la etiqueta con que se presenta al sujeto. A partir de ella queda marcado como “uno de los nuestros” al que merece la pena escuchar, o “uno de los otros”, al que hay que denigrar.
Sin embargo, marcar las cartas en el juego de la comunicación es tomar a los ciudadanos por tontos, y no es con tontos polarizados como podremos hacer frente a los retos del hambre, la pobreza o la enfermedad, sino con una ciudadanía consciente de que la unión en lo esencial hace la fuerza.
Y no sólo en nuestro país, sino también en el contexto mundial, que, precisamente porque ha ido conformando un solo mundo, debería instarnos a construir esa sociedad cosmopolita que empezó a soñarse hace más de veinticinco siglos. Una sociedad en la que todos serían ciudadanos de primera y por lo mismo nadie quedaría fuera.
La reacción ante la globalización ha sido el miedo ante la incertidumbre, y ese miedo ha llevado a reforzar los nacionalismos
Paradójicamente, la reacción ante la globalización ha sido el miedo ante la incertidumbre, y ese miedo ha llevado a reforzar los localismos y los nacionalismos cerrados, cortos de vista, burriciegos, incapaces de percatarse de que vivimos en un mundo de personas y países interdependientes. Incluidos los supremacistas, los que se creen más poderosos. Pero la interdependencia exige solidaridad, no fragmentación en tribus cerradas, menos aún polarizadas. Por eso la Unión Europea tiene un papel irrenunciable.
Las represalias rusas a los países de la Unión Europea, con la aquiescencia de China, están sometiendo a una prueba muy dura el espíritu de solidaridad con Ucrania que brotó espontáneamente en febrero, en cuanto se supo de la invasión, pero no es momento de arrojar la toalla y dejar a los pies de los caballos a quienes se están jugando su vida. Es la hora de la solidaridad en el seno de nuestro país y en el concierto mundial, frente a tribalismos y autócratas.
Adela Cortina es catedrática emérita de Ética y Filosofía Política. Miembro de la Real Academia, su último libro es Ética cosmopolita (Paidós).