Pensando en la cartelera teatral madrileña recuerdo algunas comedias francesas; varias españolas; unas cuantas obras de autores emergentes; otras de autores que no acabaron de emerger; algo de buenismo intrincado en dramaturgias, más panfleto que arte, que nos recuerdan que todos los hombres son malos –como Gandhi– y que todas las mujeres son buenas –como Margaret Thatcher– y que el Islam es una religión de amor –siempre y cuando no seas mujer u homosexual, claro– entre otros paradigmas políticamente correctos y actuales, y que se olvidan de que el ser humano, más allá de filias y fobias, es un bicho defectuoso; mucho alternativo efímero; poquitas piezas valientes y atrevidas; algo de literatura postdramática desestructurada y antiaristotélica, pero siempre metafórica, sicodélica y, por qué no, sicalíptica, palabra que no viene al caso, pero suena bien; y solo algunos leves vestigios de eso que se llama el repertorio español (s. XIX y XX).

¿Dónde está Gala? ¿Dónde Buero, dónde Jardiel, Mihura, Benavente, Sastre, el Duque de Rivas, Zorrilla, Valle-Inclán y tantos otros? ¿Dónde han quedado? ¿Quién tiene la responsabilidad de recuperarlos y acercarlos al gran público? Pues por su importancia, número de personajes y dificultad en la puesta en escena, creo yo, que esa misión debería recaer en el teatro que pagamos todos.

Y lo siento mucho, pero estrenar dos o tres veces por temporada a un autor medianamente clásico, en algunas ocasiones transformado en innecesario musical, y otras, revestido de una perspectiva de género que nada tiene que ver con su tiempo ni situación política –tengamos cuidado, damas y caballeros, que lo que hoy se considera ilustrado y adelantado, puede que en doscientos años se recuerde como salvajismo tope nazi; el tiempo es muy canalla y no respeta lo orgullosos que estamos de nuestra perspectiva actual– todo eso que decía antes del inciso largo, no es cuidar el repertorio: es fichar.

Ese repertorio, desdeñado por los modernos, es la base de nuestro teatro, es nuestro ADN...

Pienso que la misión de, por ejemplo, nuestro Centro Dramático Nacional debería ser mostrar al público lo mejor de lo que somos capaces... ahora y antes. Y claro que está muy bien estrenar a Fulanito y Menganita. Probablemente sean grandes promesas de las letras dramáticas de nuestro tiempo... pero también puede ser que terminen convertidos en esa suerte de almas en pena que transitan el triángulo CDN-Español-Matadero sin que al público le importen un pimiento.

¿Es que el teatro público tiene que pensar en los espectadores? No, claro que no, es mejor que piensen en los egos y gustos de sus programadores. Pensar en los espectadores es cutre y solo lo hace el teatro privado. Releo este nuevo inciso que intentaba ser irónico, pero creo que me ha quedado tristemente real.

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A veces, viendo la programación de los teatros públicos pienso en ese personaje de Balas sobre Broadway, que se consideraba un artista honesto, porque jamás nadie había visto sus obras. Hay que dar oportunidades y crear nuevas generaciones, pero sin perder el de dónde venimos.

Ese repertorio, desdeñado por los modernos, es la base de nuestro teatro, es quiénes somos, es nuestro ADN... Hay muchas cosas antiguas que son hermosas y necesarias como, por ejemplo, el Sol, la Nocilla, la Aspirina o hacer el amor. ¿De verdad en tantas salas de nuestro teatro público no hay espacio para crear nuevas generaciones y también recordar a los que nos precedieron, cuya obra goza de absoluta vigencia? Hagamos convivir a Rodrigo García con Muñoz Seca. Olvidemos los intereses personales. Vayamos más allá. Seamos poetas.

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Aquellos autores, enmarcados en eso que se llama repertorio español, nos recuerdan quiénes fuimos y quiénes, tal vez, no deberíamos volver a ser. Son nuestra memoria. Un pueblo que se olvida de su pasado es un pueblo imbécil. Honremos nuestro repertorio. 

Ramón Paso es dramaturgo, guionista y director de escena. Acaba de estrenar Sueño de una noche de verano, de William Shakespeare, en el Teatro Reina Victoria de Madrid.