Mi apego a las palabras tiene que ver con su capacidad de evocar lo que en realidad no son, o lo que habría sido de ellas si su grafía fuese ligeramente distinta. Hoy, por razones obvias, me pregunto qué pasó con Mayka, o Maika, o Maica; nunca sabré cómo se escribe su nombre porque nunca lo vi escrito, solo lo escuché.
Mi padre lo decía constantemente: despierto, dormido, a gritos desde su estudio, en susurros desde su habitación. Pero lo pronunciaba del modo críptico en que solía pronunciar el nombre de todas las mujeres, dejándome adivinar el rostro, el cuerpo, la relación con ellas tras sonidos –tras personas– de quienes nunca quedaba traza escrita.
Yo vivía con mi madre, pero cuando visitaba a mi padre solía toparme con sus secretarias. Creo que conocí a Mayka, o Maika, o Maica un domingo, pero ya no puedo asegurar si era ella u otra: para mí eran más o menos siempre la misma mujer. O eso creía entonces.
Hoy creo otra cosa. Hoy he encontrado el poema que le escribí a aquella mujer por Navidad, cuando mi padre, un veinticinco de diciembre, me dijo: "Mayka está en el hospital". Ahora escojo esta grafía –Mayka, y no Maika o Maica– porque no sé qué pasó con ella, y decidir su nombre significa, de algún modo, decidir qué sucedió.
El poema que le escribí consistía en unos versos infantiles, de buenos deseos, donde yo imploraba por su pronta recuperación, pero tiene algo adulto –algo oscuro– que es imposible de reproducir. No sólo por las rimas llenas de homófonos, sino porque pertenece a una lengua privada, muy ajena a la palabra y al papel. Aunque lo transcribiese, no se comprendería. Fue escrito en ese lenguaje secreto: el de nuestra estrecha relación de desconocidas.
Yo me dedicaba a interpretar el comportamiento de mi padre mientras ella se dedicaba a interpretar –y transcribir– su letra
Yo me dedicaba a interpretar el comportamiento de mi padre mientras ella se dedicaba a interpretar –y transcribir– su letra, su caligrafía que más bien era un jeroglífico. Yo ante el hombre, y ella ante la máquina dactilográfica, nunca llegamos a intimar, pero ahora este poema me resulta íntimo.
"Mayka ha tenido un accidente brutal de moto", insistió mi padre. "Está en la clínica y me ha pedido que no vaya a verla. ¿Qué te parece? Dice que no quiere visitas. No vamos, ¿no?".
La imaginé llena de yesos, piernas colgando, cuello rígido, pero me negué a hacerme responsable de aquella decisión. Mi padre tenía la costumbre de trasladarme todo lo difícil, de hacerme decidir sobre lo que él no quería decidir. Sospeché que no se sentía capaz de verla, de despedirse de ella; y acabé fingiendo que no me apetecía ir al hospital. Él sonrió, como si yo hubiese adivinado un acertijo.
"Mayka ha dejado de contestar a mis llamadas", dijo al cabo de unos días. "Me han contado que el dolor no la deja dormir. ¿No es horrible? Hace un mes que no me coge el teléfono. Creo que se ha muerto".
No sé qué edad tendría yo. No sé si estaba yo sola o si estaba mi hermano conmigo. No sé si él recordaría a Mayka ahora, de estar vivo. No sé hasta qué punto Mayka era Mayka si, en realidad, se parecía a todas las demás figuras femeninas. Pero aquí yace mi poema, y durante un tiempo acompañé a mi padre en el duelo de una persona a quien no llegó a visitar, y a quien yo visito en mis sueños como a cada cuerpo que desconozco y muere y bautizo aunque no pueda escribir su nombre: las personas no tienen nombre. Si lo tuvieran, no tendrían ni sentido ni sonoridad, y Mayka tuvo ambas cosas aunque ya no tenga cuerpo.
Xita Rubert (Barcelona, 1996) es escritora. Acaba de ganar ex aequo el Premio Herralde de novela con Los hechos de Key Biscayne (Anagrama).