Hay dos maneras de hacer política. En realidad hay muchas más, pero si me aceptan el reduccionismo mínimo que hace posible el género, acotemos en dos los caminos que ha de elegir el político. El primero de ellos es el que lleva a nuestros dirigentes a pensar en el bien común y no en el impersonal, impreciso y a veces injusto interés general. Esta clase de políticos tienen una aspiración ética, una mirada abierta sobre la realidad, intentan no introducir las cosas en el estrecho prisma de sus gafas y son capaces de rectificar cuando se equivocan. Ven en el error una oportunidad. Son flexibles en las formas y firmes como una roca en el fondo. Son esos políticos centrados en el para qué de sus decisiones, capaces de pensar en el país y en el mundo que heredarán sus hijos. Y todo ello sin deshonrar el legado de sus padres.
Me dirán que no hay políticos así. Pero se equivocan. Los hay en los pueblos, ocupando concejalías sin redes sociales ni sueldo; los hay en las Diputaciones, donde leen y repasan proyectos que apenas interesan a nadie; hay políticos así en los Gobiernos autonómicos, muchos de hecho en los niveles inferiores: personas que buscan fondos para proyectos que parecen imposibles; incluso en el Parlamento hay diputados que se empeñan cada día en servir bien a los ciudadanos, hayan votado lo que hayan votado.
La otra manera de hacer política, mucho más ruidosa y abundante, es la de quien considera que el poder es el fin último de su trabajo. Y a mantener esa posición de dominio supedita todo lo demás. Ya saben de quién hablo. De quienes. De ese que trata de convencernos de que mentir es solo una estrategia. De quien ha levantado un muro y lleva seis años gritando que se acerca el invierno. Ese tipo de político que solo es capaz de mirar la media hora siguiente, que enfoca su vida en clave de supervivencia y cuyos ideales, si acaso algún día existieron, yacen caducos bajo el desierto de la memoria. Esos que reparten etiquetas a su antojo, porque se ven ellos mismos en una de ellas.
Hay muchos políticos así, y son responsables de la degradación de eso que llaman ahora espacio público. Y del privado, porque ningún espejo les aguanta ya la mirada. Son dirigentes que pegan puñetazos en la mesa en la que se reúnen con personas a las que no miran a los ojos; son quienes mandan correos a periodistas filtrando datos privados de los ciudadanos porque se creen impunes. Son esa clase de personas que creen que las instituciones llevan su nombre… personas, en fin, que tienen mucho miedo. Por eso, cuando se ven acorraladas por sus desmanes, tiran de la manta. Y tiran y tiran y tiran hasta que arrastran con ellos a los que son peores. A los políticos que habitan en las sombras.
Dos clases de políticos que van sucediéndose mientras la historia avanza en un equilibrio de mayorías que suele derivar del propio estado moral de la sociedad. Permítanme la ya clásica cita clásica atribuida a G. Michael Hopf: “Los tiempos difíciles crean hombres fuertes, los hombres fuertes crean tiempos fáciles, los tiempos fáciles crean hombres débiles, los hombres débiles crean tiempos difíciles”. ¿En qué casilla estamos? Quizá en una compleja transición entre las dos últimas. Lo bueno es que son solo el final de un ciclo que, con dificultad, vuelve a empezar. Así que, al otro lado de este lodazal en que muchos han convertido la noble actividad política, escondidos en lo pequeño, hay unos pocos que, cuando llegue el momento, volverán a tomar la palabra.