Cualquier visitante que llegue a Toledo se maravillará por la cantidad de casas o edificios que cuentan con entradas nobles, adinteladas con granito o mármol y, sí se disponía de escudo solariego o religioso, mejor. Era una expresión de ostentación y riqueza, desde luego. Pero también tenía un valor profiláctico. Había que prevenirse contra la intromisión indiscriminada de la Inquisición. Toledo disponía de un tribunal muy potente. La institución contaba con amplio personal a su servicio y los tiempos que corrían no eran precisamente de libertad. En cualquier lugar acechaba un hereje; en cualquier casa se escondía un converso que no había olvidado su pasado; ocultos todavía permanecían judíos o moriscos que habían sobrevivido a purgas anteriores. Los dinteles nobles pretendían alejar las sospechas de los inquisidores. Que ningún miembro del Tribunal pusiera un pie en el zaguán de la casa. Si no se conseguía, se sabía por experiencia de otros que la vida daba un vuelco radical. Nada sería ya nunca igual. Ser investigado por la inquisición alteraba a familias enteras hasta terceros y cuartos grados, afectaba a los amigos, los relacionados por algún motivo se convertían en sospechosos. El Santo Oficio podía comenzar las pesquisas por diferentes causas justificadas o no; denuncias, reales o no; delaciones siempre interesadas; acusaciones, argumentadas o no; alusiones, sugeridas o no. Nadie estaba libre de sospecha, porque todos eran pecadores y, por lo tanto, presuntos algo. Los procesos inquisitoriales se estiraban y se estiraban en el tiempo. Se interrogaba a discreción, se buscaban motivos para encausar a los implicados, cercanos o lejanos. Transcurrían años sin final.

No entraremos en las torturas físicas, porque más demoledoras eran las sociales. Las miradas de desconfianza, los murmullos y rumores, los conocidos que retiraban el saludo, los señalamientos. Lo normal, tras los largos procesos, es que hubiera que emigrar a otros lugares, comenzar nuevas vidas, aunque siempre llevarían un sambenito difuso que provocaba miedos y angustias interminables. Esto ocurría en España hasta finales del siglo XVIII. Ahora han surgido nuevos inquisidores. Mismos métodos, idénticos procedimientos, similares objetivos. La cuestión es sí los antiguos y nuevos inquisidores soportarían sin tacha los métodos y sistemas que ellos aplican los demás.

Y así llegamos a la semana infernal en la que nos adentramos. Si ya resultó bochornoso para la democracia española que jueces y magistrados, con los atributos de su jurisdicción, se manifestaran en las puertas de los juzgados contra una ley inexistente, no podríamos imaginar la operación conjunta y coordinada que políticos, jueces y medios de comunicación han planificado para esta semana anterior a la Navidad. El Sr. Feijóo, desde hace más de un mes, avisaba del calvario judicial que le aguardaba a Pedro Sánchez. No lo entendíamos, creíamos que era la retórica catastrofista habitual. Ahora, en la semana que comienza, lo entendemos todo en su calculada agresión a los principios éticos de la democracia. Se organizan unas maniobras de fuerza no solo contra el Gobierno, sino como aviso a los ciudadanos. Que no se crean que pueden coquetear con un Gobierno progresista durante mucho tiempo. Ni libertad ni independencia del poder judicial. Hasta ahí hemos llegado. Que desistan de apoyar gobiernos de progreso. El bombardeo rasante de esta semana pretende dejar un terreno plagado de ruinas morales, una sociedad angustiada por unos supuestos delitos que no se aclaran. Gran parte de las estaciones del viacrucis anunciado por la derecha se concentrarán en estos días en los que jueces y medios de comunicación y PP se han coordinado para desestabilizar a un Gobierno legítimo. El resto de las estaciones hasta el final del viacrucis la dejaran para siguientes envites, si pueden. ¿Y qué les queda a los ciudadanos? Resignarse o resistir.