Raúl del Pozo, un señor de Cuenca tan elegante
La noche cae turbia y oscura y es el momento del amanecer en los ambientes canallas. Aurora rojiza y peligrosa. Las calles y garitos apestan a humanidad y a litros de alcohol y en las esquinas más sucias la gente trafica consigo misma y con todo lo que le dejen. El espectáculo de la vida más negro y fatal. Dos o tres gatos saltan rabiosos de los cubos de basuras y el jefe del barrio se pasea por los callejones nocturnos y pestilentes siempre con gafas de sol, como si ese mundo al revés fuera el estado natural de las cosas. Noche sobre la noche. Los llantos de los niños salen por las ventanas y lo llenan todo de una tristeza profunda, añorante y desoladora, ese instante en el que uno recuerda quién fue pero es incapaz de precisar el momento exacto en el que todo se le escapó de las manos. Cuchillada del alma, la hora del estallido sin retorno posible. Suenan las correosas trompetas con olor a sudores de toda la noche de farra y afuera, en la calle, detrás de la inquietante algarabía, hay un teatro del mundo que sólo muestra desolación. Fauna superviviente.
Raúl del Pozo, un señor de Cuenca tan elegante a su manera, el último pistolero del periodismo callejero y libertario, sale del mejor local de la zona con la cabeza llena de malas ideas y disparando con bala. Ni precisa la puntería, ni quiere. Balas de tinta. Tiros desafinados y brillantes de luz cegadora, cañonazos a lo que salga, al primero o el último que se mueva. Pum, pum, escandalera de cazador sabueso. Va trazando un paisaje urbano y humano con los pinceles del tiroteo y sin importar demasiado si esa es la verdad, una parte de ella o el significado que esa verdad esconde. Se trata tan sólo de contar la vida y decir lo que se tiene delante de los ojos, hacer la novela blanca o negra de la cotidianeidad, construir sobre el papel de periódico el impresionismo de cada día, los trazos gruesos, a bote pronto, encimando atropelladamente el puro dato de última hora, el peor insulto del último borracho que acaba de cerrar la madrugada y se pierde con torpeza con los primeros destellos de sol, muerto de soledad y amargura. La calle se ha quedado vacía, más doliente que nunca, y entonces Raúl exprime el periodismo en quintacolumnas de oro y esenciales de garrafón. Contar la vida al minuto y no preocuparse de más: ya vendrá la historia después a decir lo que pasa.
Despierto con la sensación de no haber dormido en toda la noche, resaca de ojos hundidos y molestosos y un dolor intenso en el oficio de periodista. No sé qué ha podido pasar, pero ese Raúl del Pozo, personaje de cuento, un tío cojonudo de Cuenca y francotirador infalible, ha sido real en mi duermevela y lo he visto y leído tiroteando durante horas febriles y enloquecidas en la vieja Olivetti verde, azul o negra de Umbral, escalinata alegre de las letras, pequeña metralleta de matar adjetivos y dibujar el alma de las personas, los ambientes y los peores lugares. Tugurios del corazón humano. Arma del tiempo y el periodismo, tableteo audaz y revólver de la prosa y la negra vida, Raúl del hondo pozo del mejor periodismo. El mundo feroz del reportero, metido en vena a la vida. Voy abriendo los ojos y volviendo a mi realidad, pero ya no estoy seguro de si algún día lo fue.
El ruido de la calle, según me entrego a abrir la ventana de par en par, ya no suena de ese mismo color. Ya no es lo que era. Nosotros, Raúl, que te quisimos tanto y te queremos más.