Cospedal fieramente humana: la líder que no necesitaba sonreír
Vivir es una sucesión de decadencias. Trasiego de melancolías. Cospedal simboliza estos días como nadie en la vida pública nacional esta querencia inevitable del mundo hacia el atardecer. Hay ocasos de colores y bellezas infinitas y otros fríos y oscurecidos por las tormentas y sus turbulencias, pero todos vienen irremediablemente tocados de nostalgia. Es la vida. El fulgurante advenimiento de Cospedal a esta voracidad implacable, gravedad arrolladora de lo cotidiano, nos ha puesto delante el final de una época y un salto al vacío cuyo destino de momento sólo podemos ignorar. Vivimos entre las expectativas y las decepciones, un contexto en el que Cospedal ha empezado ya a ocupar su sitio, inundando el día de ponientes. La vida en su pleno estallido: dónde había gigantes sólo vamos viendo ya espejismos. España se ha convertido en un solo reflejo de sí misma y nos está dejando un rastro de tristezas que parece infinito y nos llena los telediarios a la hora de comer. Qué hastío empieza a cansarnos tanto el corazón.
Hay que ver. Cospedal siempre fue la líder que no necesitaba sonreír. Mano de hierro en guante de acero, neveros en el alma política. Pero ese hielo vemos ahora que escondía un corazón fieramente humano, espíritu vulnerable a las debilidades ambientales y a los villarejos que se cruzaron por el camino. Uno termina siempre siendo víctima de su propio personaje. Atrás ha quedado ya aquella imagen marmórea e implacable de Cospedal, justiciera rígida e insobornable que luchaba contra todas las tempestades y libraba en soledad todas las batallas. La estrella total de Génova, general secretaria, atesoraba un hecho esencial, argumento de valores: el sentido del deber, lo que hay que hacer, la máxima política de responsabilidad contra todo y contra todos por mucho que terminaran por demonizar su estricto sentido de las cosas y ese aparente horizonte mayor que lo envolvía todo y todo lo justificaba. Una cervantina lucha contra el mundo basada en los principios que ahora, en este otoño incontestable, se nos están yendo en demolición y nos vuelven un poco más escépticos y apagados. Nos encabronan otro día un poco más.
Ciertamente resulta extraño y melancólico asistir a un nuevo derribo, aunque a la vez enternecedor de tan pegado a la tierra. Uno deja de ser mitómano para siempre, hace ya la tira, cuando entra en el detalle de las biografías y comprueba que todo el mundo pisa un suelo de cristal, pero a la vez asiste alucinado y sentimental a la eterna paradoja de sentir de cerca la terrible humanidad sin excepción de los demás. Cospedal vemos ahora que también miraba al cielo estrellado y lloraba y pecaba y caía en las tentaciones callejeras y sentía dolores en el alma. A ciencia cierta que de vez en cuando sonreía: no queda ya ninguna razón para seguir disimulando.