Todos los besos que nos estamos perdiendo
El mundo se me ha hecho de pronto mucho más grande y más frío. Salvaje, descomunal, inabarcable. Y el tiempo infinito, paradoja endemoniada. La lentitud de estos días feroces de confinamiento, de inquietud y miedo, es un contraste imposible con el hecho real de que el tiempo se me escapaba entre los dedos hasta hace dos días, corriendo intratablemente a la velocidad de la luz sin que yo, por más que lo intentara, pudiese hacer nada al respecto. Ahora la calma es inmensa, infinita, tardía, por dentro y por fuera, precisamente ahora que uno anda buscando la otra cara a la luna, correr mucho más deprisa para que la zozobra se acabe. La vida lenta, que siempre he soñado en los brotes explosivos de la primavera y en el amor a la gente que más quiero en el mundo, la anhelada vida lenta de cada día se ha transformado ahora en un tiempo de incertidumbres a cada minuto, un pasar de malas ideas que uno, en este momento sí, quisiera ver atravesar sin pisar el suelo y plantarse cuando ya esté todo de nuevo amanecido y en la adorable calma de un mar tranquilo. Esos días azules. Que llegarán, pero ¿cuándo?
Siempre anhelamos aquello que no tenemos. Antes la quietud, las horas. Ahora esta primavera robada y los abrazos que no podemos dar. Todos los besos que nos estamos perdiendo. Es sencilla y fieramente humano. El miedo nos paraliza y lo pone todo brumoso y quieto. Lo que echamos de menos es el estallido de la vida en libertad, encontrarnos el mundo de frente y tener a mano las cosas sencillas que llegamos a confundir con la normalidad, y que en realidad son la esencia cotidiana de la que está hecha la vida pero que nada ni nadie te puede garantizar, una libertad que no llegó sola al ser humano, no sin sangre, sudor y lágrimas, y que un día cualquiera, de pronto, la propia vida te puede robar. Como ahora: sin aviso previo, a bocajarro, con toda brutalidad. Las cosas sencillas que son los materiales de nuestro pasar por el mundo, tres o cuatro que de verdad importan y que, de pura rutina, hemos hecho invisibles en nuestra plácida siesta: el amor, la familia, los amigos, las buenas conversaciones, los enormes tesoros que nos sobrevuelan nada más salir a la calle y que con tanta frecuencia somos incapaces de ver porque miramos muy poco ya los colores del cielo. Mira y disfrútalo.
Por eso tal vez podamos aprender algo de este golpe tremendo que la naturaleza no está dando y ojalá miremos de nuevo los ojos verdes que siempre has tenido enfrente y que has olvidado, el valor de esa florecilla que nace esplendorosa en tu ventana y el goce imposible de la última caricia que roza tu piel, tan inolvidable y sutil. Tan elegante. La maravilla olvidada de una palabra de amor a destiempo, robada, inesperada, la felicidad que eso mueve en los corazones. La llamada de tu hijo que es la verdadera y mayor alegría, las cosas que te cuenta, el abrazo que te da. Saber que no puedes quererlo más y sentir tan adentro ese imposible. La familia con la que estás deseando volver a la próxima fiesta y celebrar la vida, o lo que sea, como la mayor gloria del mundo. El regalo que la tierra tiene para ti cada mañana. Por eso, debemos pensar en todos los besos que nos estamos perdiendo y, a lo mejor, no pedirle mucho más a la vida. Digo tal vez.