Memorias de la relación Patti Smith-Robert Mapplethorpe
'Éramos unos niños' son las memorias de los comienzos de Patti Smith en el Nueva York que en los años setenta del siglo pasado se convirtió en la capital cultural del mundo, pero también es el relato de una relación que duraría hasta la muerte con el que fuera su amante, su pareja y su amigo Robert Mapplethorpe. Uno y otro se encontraron con apenas veinte años y seguirían toda su vida unidos más allá de cualquiera de las circunstancias que uno y otro vivieron. Eran unos niños pero salieron adelante, ante todo por el convencimiento mutuo de que lo suyo era el arte: el dibujo, el collage, la pintura, la música, la poesía… y, por fin, la fotografía en los límites de la vida de Robert y la música en la de Patti. Entre medias, las drogas, que milagrosamente eludió ella, y el sexo, incluso mercenario, que Robert practicó sin ningún tipo de límites. Luego vino el descubrimiento de la homosexualidad de él, el triunfo y los mecenas amantes, como Sam Wasgtaff, que acabarían por lanzar una carrera como fotógrafo hasta convertirse en un clásico de la fotografía del siglo XX. Patti Smith no calla casi nada y eso lo agradece el lector.
Como cualquiera puede sospechar, la relación de los dos artistas en sus duros comienzos da para mucho más. El hotel Chelsea y sus inquilinos, el bar anexo, los otros lugares en los que se encontraban con las tribus del punk naciente y de todas las corrientes artísticas imaginables, con la descripción de todo lo que se movía da para momentos como los que copio a continuación:
“Yo llevaba un vestido azul marino de lunares blancos y un sombrero de paja, mi conjunto de Al este del Edén. A mi izquierda, Janis Joplin estaba conversando con su banda en una mesa. A mi derecha vi a Grace Slick con Jefferson Airplane y a componentes de Country Joe & The Fish. En la última mesa, delante de la puerta, estaba Jimi Hendrix con la cabeza gacha, comiendo con el sombrero puesto, delante de una rubia. Había músicos por doquier, sentados a las mesas con montañas de gambas con salsa verde, paella, jarras de sangría y botellas de tequila.
Pese a mi asombro, no me sentía una intrusa. El Chelsea era mi casa y el Quixote mi bar. No había guardias de seguridad ni ningún trato de privilegio. Estaban allí por el festival de Woodstock, pero yo estaba tan encerrada en el hotel que no era consciente del festival ni de qué significaba… Cuando volvía a mi habitación, sentí una inexplicable afinidad con aquellas personas, aunque no tenía forma de interpretar tal sentimiento…” (Páginas 117-118)
“El Chelsea era como una casa de muñecas situada en los límites de la realidad y cada una de su centenar de habitaciones encerraba un pequeño universo. Yo deambulaba por los pasillos al acecho de sus espíritus, vivos o muertos. Mis aventuras consistían en travesuras inocentes como dar un empujoncito a una puerta entreabierta para vislumbrar el piano de cola de Virgil Thomson o remolonear delante de la puerta de Arthur C. Clark con la esperanza de que saliera. De vez en cuando, me tropezaba con Gert Schiff, el erudito alemán, cargado con volúmenes de Picasso, o con Viva perfumada con Eau Sauvage. Todo el mundo tenía algo que ofrecer y nadie parecía tener mucho dinero. Incluso los más prósperos parecían tener únicamente lo justo para vivir como vagabundos derrochadores.
Me encantaba aquel lugar, su elegancia decadente y la historia que posesivamente albergaba. Corrían rumores de que los baúles de Oscar Wilde languidecían en el sótano que se anegaba con frecuencia. Allí pasó sus últimas horas Dylan Thomas, sumergido en la poesía y el alcohol. Thomas Wolfe lidió con centenares de páginas manuscritas de su You Can´t Go Home Again. Bob Dylan compuso Sad-Eyed Lady of the Lowland en nuestra planta y se decía que Edie Sedgwick, colocada de speed, había prendido fuego a su habitación mientras se pegaba sus tupidas pestañas falsas a la luz de una vela.” (Página 125)
Y junto a los espacios de aquella movida, los Andy Warhol, Lichtenstein, Dalí y toda la fauna asociada que desfila por estas memorias a ritmo de rock, sexo y vida, muchos de los cuales pasarían a mejor vida como el Max´s Kansas City:
“Muchos no sobrevivirían. Candy Darling murió de cáncer. Tinkerbelle y Andrea Wips se quitaron la vida. Otros sucumbieron a las drogas y a los infortunios. Derribados a un paso del estrellato que tanto deseaban, estrellas deslustradas caídas del cielo.
No siento ninguna necesidad de justificarme por ser una de las pocas supervivientes. Habría preferido verlos triunfar a todos, que alcanzaran el éxito. Al final fui yo quien tenía uno de los caballos ganadores.” (Páginas 225-226)
Claro, que lo de Patti Smith se puede considerar como un verdadero milagro en aquel ambiente: “No te chutas y no eres lesbiana. ¿Se puede saber qué es lo que haces?”. Fue lo que le dijo un director de teatro ante su falsa actuación en una escena de amor con otra chica.
Eso sí, cuando grabó su primer álbum, Horses, tenía claro algo: “Desde el momento en que entré en la cabina de voz tenía estas cosas en mente: mi gratitud al rock and roll por haberme ayudado a pasar una adolescencia difícil. La alegría que experimentaba cuando bailaba. La fuerza moral que adquirí al responsabilizarme de mis actos.” (Página 265)
En fin, unas memorias de una generación que merecen la pena por lo que cuentan y por como lo cuentan. Patti Smith y Robert Mapplethorpe, una pareja única e irrepetible.
Patti Smith. Éramos unos niños. Traducción de rosa Pérez. Ed. Debolsillo, 2017. 304 páginas. 9,95 €.