Natalia Menéndez, los que nunca dimiten y el Festival de Almagro
Uno admira a las personas que se saben ir a tiempo. Irse a tiempo es muy difícil porque para hacerlo bien te tienes que ir cuando estás arriba del todo y nadie te plantea que has tocado techo. Ahí arriba y cuando el viento sopla a favor lo fácil es aguantar, dejarse llevar y vivir de las legítimas rentas que has sembrado. Es el arte del futbolista que no espera a los primeros silbidos porque no llega a un balón cruzado hacia la banda, o el del bróker que arregla sus órdenes de venta de sus acciones justo el día antes de que empiecen a bajar.
Natalia Menéndez llegó al Festival de Almagro hace siete años en su peor momento desde el punto de vista financiero, que no el artístico. El festival estaba en todo su apogeo, pero como en la España de las hipotecas imposibles contra sueldos de mil euros, algo no cuadraba. Todo era posible en Almagro y en España, menos hacerse la pregunta de Pla ante el Manhattan nocturno iluminado, ¿Pero quién paga este gasto? Además de la tremenda deuda acumulada, que como el valor del soldado todo el mundo suponía, Natalia Menéndez se encontró con el añadido de cuarto y mitad de lo mismo. Fue la dura realidad con la que tuvieron que lidiar miles de gestores y políticos en la España que despertaba del sueño de ricos del zapaterismo y el todo gratuito. Almagro en julio había sido en los últimos años antes de la crisis, una fiesta de una brillantez que nadie podía negar, pero insostenible con el cuaderno de cuentas en la mano. Lo fácil, cuando un año después, Natalia se encuentra con esa dura realidad y el cambio en el Gobierno regional hubiera sido quitarse del medio. Nadie entonces le aseguraba que aquellos cuatro folios de Almagro, que confiesa haber rellenado de un tirón, tras su propuesta de nombramiento, pudieran cumplirse. Faltaban esas tres condiciones elementales e imprescindibles, sacadas del manual de ganar guerras de Bonaparte y sin las cuales, por mucha buena voluntad que uno tenga, casi siempre se acaba desbaratado contra las aspas de un molino de viento o amilanado por un batán: dinero, dinero y dinero.
Siete años después el Festival ha liquidado su deuda y Natalia Menéndez no se queda para cobrar los dividendos y liquidar intereses propios. Podría hacerlo. La nombró Barreda y acertó. No cuestionó su nombramiento Cospedal y acertó. La mantuvo en su puesto García-Page y volvió a acertar. Si se quedara nadie tendría nada que decir. Pero acierta al irse con un festival recuperado, con más público que nunca y una calidad que nunca se echó de menos en estos años. Optó por el sentido común y demostró cómo se puede hacer crecer un festival de teatro sin tirar el dinero. Ha dado una lección con una gestión tan rigurosa como alejada de los sectarismos que amenazan el mundillo del teatro, y la vuelve a dar con su cese a petición propia. ¡Chapeau!