Trece años después
No hay mal que por bien no venga. Puestos delante del absurdo de la vida, lo coherente, si uno decide vivirla, es encararla con la dosis justa de optimismo que le permita sacar incluso de donde no hay. Sacar leche de una alcuza, que decía mi maestro. Una actitud vital que alguien definió como de optimismo antropológico y que otros prefieren denominar sin esperanza. Si dentro de veinte años alguien dedica unas horas a revisar videotecas y hemerotecas, comparando la reacción general de la sociedad española tras los atentados del 11-M con la vivida en la última semana, es muy probable que llegue a la conclusión de que por fin los españoles se han dado cuenta en qué mundo vivían desde el principio de siglo inaugurado por el 11-S. Quizá alguno de esos ratones de archivo concluya que los españoles que en 2004 eran simplemente adolescentes, en agosto de 2017 eran ya los treintañeros que podrían contar en propias carnes lo que significa la palabra crisis. Lo típico del adolescente es echar las culpas a los demás de sus propios errores: ¿Quién ha sido?, ¡Aznar, asesino!, ¡No a la guerra!, etc. Lo del adulto es asumir los propios errores y buscar cómo evitarlos.
Uno, aunque solo sea por no haber tenido que contemplar evitado el deprimente espectáculo de aquellos días de marzo, da por bueno todo lo que alrededor de los atentados de agosto en Barcelona y Cambrils se ha movido: los bolardos de la Colau; las interpretaciones delirantes de la CUP, acusaciones al Rey incluidas; los feos de los gobernantes de la Generalidad a la Policia Nacional y la Guardia civil; las calculadas manifestaciones de Podemos… En fin, toda esa serie de mezquindades que uno da por sabidas cuando acepta meter en la cama redonda de la democracia a sus enemigos declarados .
Han tenido que pasar trece años y unos cuantos miles de muertos añadidos a los casi doscientos masacrados de los trenes de Atocha para que aquella mayoría miedosa, cobarde, inmadura y adolescente que gritaba contra el Gobierno y le hacía responsable de su propia debilidad y de su miedo se dé cuenta de por dónde venían las bombas y quiénes son los que las pusieron. Nunca es tarde. Nadie, fuera de los antisistema en sus diversas mutaciones politogenéticas, independentistas, proetarras, podemitas y demás familia, ha repetido el deplorable y cobarde espectáculo que vivimos con bochorno y vergüenza muchos españoles los días posteriores al 11 de marzo del 2004.
Han tenido que pasar trece años y muchos muertos, y uno se consuela en este agosto, como buen optimista sin remedio, con al menos no haber tenido que añadir aquella vergüenza a la misma pena.