Vivir y morir en un pueblo
Uno vive en un pueblo. Mis lectores lo saben porque de vez en cuando el pueblo se desliza entre las líneas de una de estas columnas. Vivo en un pueblo y en estos meses, como en cualquier pueblo, ha habido unos pocos bautizos que se pueden contar con los dedos de una mano, tres niños de primera comunión por mayo y un número de entierros que multiplica a niños bautizados y comulgados al menos por tres, si no por cuatro. No había asistido a ninguno de esos entierros. No sentía la necesidad ni el deber. El domingo asistí a dos: uno por la mañana y otro por la tarde. La gente dice que hay que cumplir. Es una ética del deber de esa que le enseñaron a uno en casa y que lleva como marca, al igual que el que estudia en los Jesuitas arrastra toda la vida la ética jesuítica. El deber y la responsabilidad. No el simple cumplimiento.
Uno, en estos meses de vida de pueblo ha convivido con mucha gente. A algunos de esos con los que “ludre” (y “ludrir” es un verbo que sólo he oído en Navamorcuende para expresar el roce de cada día) les ha llegado el momento de despedirse para siempre de un padre o de un hermano y uno siente que debe cumplir, debe acompañar, también dicen. Sabe que debe estar ahí. El deber ser, la voluntad de ser, la responsabilidad.
Por la mañana llevamos las cenizas de Basiliso al cementerio. Tenía 94 años y ha pasado los últimos tres encamado y con la atención de todos sus hijos. Ha descansado, dicen. Por la tarde enterramos a Julio, soltero y que se va con poco más de setenta años, pero feliz, porque uno cree que Julio siempre lo fue en su trabajo y en sus bares de toda la vida. Son dos nombres anónimos que tendrán un nombre puesto en una lápida. Uno se propone que al menos por una vez su nombre se escriba en otro sitio: Basiliso y Julio. Todo el pueblo desfila dos veces en el mismo día con el mismo escenario del gran portal renacentista de la iglesia como fondo. Todos cumplimos religiosamente mañana y tarde. No hay otra. La cosa podría habría sido peor porque afortunadamente se desmiente que otro vecino haya muerto. Ya estaba uno puesto en que el lunes volvería al portal de la iglesia.
Luego visito a mi amigo Jesús Barroso. Su incapacidad física le ha impedido ir a los dos entierros. No se atreve. Ha sido un hombre que nunca tuvo barreras en su vida. Su inteligencia, que se demuestra en el sentido de la ironía que siempre ha aplicado a su vida, y su fuerza de voluntad, han sido la marca de la casa. Pero no ha podido despedir a su amigo Julio, con quien tanto vivió. Está jodido por su vecino Basiliso, que le deja casi solo en el cotano, y por Julio, su compañero de aventuras y trabajos. Luego bebemos un botellín de “miau” y nos echamos unas risas. En fin, vida de pueblo. Vivir y morir en un pueblo cualquiera.