El disparate histórico de Azaña
Uno siempre se ha mostrado admirador de la obra de Manuel Azaña. Como cualquier vida, la suya está llena de luces y sombras. A uno le entusiasman sus diarios, publicados en un principio como “Memorias políticas y de guerra”, porque no hay en toda la historia de la diarística española una obra que pueda compararse con ellos. También me gusta el Azaña que se siente responsable de la tragedia que se ha desencadenado cuando en noviembre de 1936 ve arder la Cárcel Modelo de Madrid y le llega la noticia del asesinato del primer jefe de filas en el Partido Reformista, el entrañable don Melquiades Álvarez. Qué decir del memorable discurso de Barcelona que acaba con esas tres palabras que a menudo se olvidan: “Paz, piedad, perdón”. No me gusta el Azaña soberbio que confiesa su convencimiento de superioridad moral delante de sus adversarios o el que siente repugnancia ante el simple hecho de tener que dar la mano a una delegación de pueblo que llega a saludarle al Ministerio oliendo a ajo… Tampoco le gusta el escritor convencional y aburrido de “El jardín de los frailes”. En fin, en cualquier biografía que no pretenda ser un relato de vida de santo para engrosar la Leyenda Dorada encontramos esas contradicciones que a lo largo de una vida se dan irremediablemente.
Don Manuel Azaña se definió a sí mismo como “un español, un liberal, un burgués” y a esas tres premisas ligó casi siempre su carrera política, aunque la revolución del 34 y la falsa acusación de la que se defendió en “Mi rebelión en Barcelona” le llevara a entrar en el juego del enfrentamiento radical, propugnado por la izquierda con los frentes populares contra la amenaza del totalitarismo y que llevaría a la guerra civil. Luego, desencadenada la guerra fue denostado por unos y otros hasta su temprana muerte en Montauban. Desde entonces, pocos fueron los que se atrevieron a reivindicar su legado político y los que lo hicieron fracasaron en el intento. Otra cosa es la admiración que de izquierda a derecha su figura y sus diarios levanta. Unos pocos como el amigo Isabelo Herreros y la Asociación Manuel Azaña se atreven, contra viento y marea a reivindicar una figura por la que, sin embargo, tampoco se han hecho todos los esfuerzos que merecía.
Y la mejor prueba de ello es que todavía el pueblo del que don Manuel llevaba el apellido, como ocurre en España con millones de personas que llevan como apellido el topónimo de su procedencia, no haya recuperado su primitivo nombre por lo que fue y sigue siendo un ejemplo de disparate histórico al que nadie parece interesar poner fin.
El jefe del regimiento Numancia, que en octubre de 1936 entró en Azaña, no tuvo otra ocurrencia que cambiarle el nombre por el de Numancia de la Sagra, ante la creencia de que el nombre homenajeaba al presidente de la República. Desde entonces el disparate se mantiene a pesar del consenso que existe a izquierda y derecha para remediarlo.
Menos mal, piensa uno, que los “liberadores” de Alcalá de Henares y de Zamora, no cayeron en la cuenta de que el primer presidente de la república, Don Niceto, llevaba como apellido compuesto los dos topónimos de toda la vida.
La cosa no es de memoria histórica que reponer, sino de disparate histórico que remediar.