Dar malas noticias
Emiliano García-Page ha dicho algo que todo el mundo reconoce: a nadie le gusta que le den malas noticias. El médico que te dice que si no dejas de beber te cargarás el hígado, el periodista que te cuenta la verdad cruda y dura de la situación, el conocido que lleva las esquelas mortuorias al día… no son simpáticos. Preferimos al médico que prefiere relativizar la situación porque sabe que si te aprieta no volverás a la consulta, al amiguete que nunca te dirá que bebes demasiado, al político que canta al futuro y evita presentar el presente como la jodida realidad que es. Un político que dice que la receta para salir de una crisis es apretarse el cinturón, ponerse a dieta, reducir gastos y resignarse a ganar menos, no tiene ningún futuro.
En la campaña electoral del año 2008 con la crisis desatada en todo el mundo el más palpable ejemplo fue el debate entre Manuel Pizarro y Pedro Solbes. Hoy no hay nadie que pueda negar la coherencia y la verdad del discurso de Pizarro, un recién aterrizado en política que se creía que estaba hablando para el consejo de administración de una empresa en peligro de quiebra. Dejó muy claro que lo que venía eran inyecciones de hígado de bacalao administradas por un practicante militar. Pedro Solbes no. Simplemente prometió que la pastelería seguía allí delante para atiborrarnos de pepitos de crema y nata. La elección era fácil. Entre el médico que te receta régimen, dieta y antibióticos inyectables y el pastelero de la esquina no hay ninguna duda.
Y ese es el problema de las democracias y la irrupción del populismo. A la gente le gusta que le digan lo que quiere oír y no malas noticias. La demagogia tiene tantos siglos como la democracia y tantos como la necesidad de mantenerse en el gobierno efectivo de la polis sostenido por una clientela que no quiere oír de sacrificios ni de esquelas mortuorias. El instinto de conservación del político con ambición es mucho más fuerte que la tentación del suicidio contenido en el vértigo de una verdad incómoda para la gente. Si eres un vendedor no puedes encabronar a tu cliente machacándole y dándole malas noticias. Si Winston Churchill se pudo permitir prometer sangre, sudor y lágrimas fue porque no había unas elecciones en el horizonte. En cuanto los que le aclamaban entre las ruinas de los bombardeos alemanes sobre Londres tuvieron la oportunidad de elegir entre el cirujano y el pastelero no tuvieron ninguna duda. Pero eso sí, todo el mundo reconoce que fue un hombre de Estado, aunque el revolcón de las primeras elecciones tras la II Guerra Mundial fuera un lección de esas que el pueblo soberano sabe dar para guía de hombres de Estado.
Demasiada sangre, demasiado sudor y demasiadas lágrimas. Eso no vende y es de lo que se trata.