A José María Aznar le llamaban dentro de su partido el "secarrón". Su imagen nunca fue ni mucho menos la de su predecesor en la Moncloa, un andaluz que se comía las cámaras y cualquiera que rondara a su alrededor. Aznar nunca fue la alegría de la huerta y muchos desde dentro le reprochaban el gesto desabrido que se gastaba a la menor ocasión, aunque algunos afirman que la cosa era aún peor cuando pretendía ser simpático y largaba aquellos chistes de los que solo se reía él y los cuatro pelotas que nunca faltan.

Uno de los grandes reproches que se hacía permanente a Aznar era su falta de sintonía con Juan Carlos I, y entonces se utilizaba el eufemismo de la falta de sintonía, de diferencia de caracteres o simplemente de dos personas que nunca saldrían a tomar unas cañas para no decir simplemente que se detestaban.

En el libro "El jefe de los espías: el archivo secreto de Emilio Alonso Manglano" de Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote, supimos la raíz de lo que se puede calificar como una sólida enemistad. La antipatía mutua era evidente y nunca el secarrón de Valladolid hizo ningún esfuerzo por disimularla. El haber sucumbido al chantaje de Bárbara Rey ponía al Rey y al gobierno de turno encima de una bomba de relojería que podía estallar en el momento más inoportuno y no hace falta ser un especialista en cine negro para saber las consecuencias de pagar a un chantajista: la extorsión nunca se acaba, como se demuestra en estos días lejanos del reinado y las aventuras de un reinado que en eso no desdice el de sus antepasados.

Juan Carlos amagó entonces con abdicar y ese gesto colmó el vaso de unas relaciones envenenadas desde el momento en que Aznar tuvo conocimiento de las imprudentes aventuras de su majestad y de haberse plegado a las exigencias de la chantajista. Al final con el Oráculo Manual de Baltasar Gracián por medio se estimó el mal menor y se aplicó aquello de la necesidad y la virtud antes de que un tal Sánchez lo convirtiera en la nueva fórmula del doctor Frankestein.

Tragó Aznar con algo que venía de atrás quizás porque también pensó que podría en caso de alarma general salir limpio del enredo, aunque habrá quien piense que tanto Felipe González como José María Aznar se movieron con mayor o menor voluntad, en un terreno movedizo de complicidades y secretos compartidos, que al fin y al cabo, también ponían en mano de los dos presidentes, buena parte del capital "político" y de imagen del Jefe del Estado.

El único debate que cabe ahora es el de las responsabilidades políticas de los que con gusto o desagrado asistieron en primera fila a algo que nunca se debería haber producido y que mancha irremisiblemente a la institución.