Capilla Sixtina

Violencias cotidianas

26 septiembre, 2017 00:00

Hablaban sorprendidos y admirados. Leían una realidad ni siquiera intuida. ¿Cómo pudo ser así? Fueron los primeros lectores de la novela de Fernando Aramburu, “Patria”. Velozmente  se trasmitió el hallazgo. ¿Qué se descubría en la novela? La gente se había acostumbrado a los informativos monótonos de los atentados, de los crímenes frecuentes, de los secuestros.  De tanto oírlo se había convertido en un estereotipo: algo abstracto e impreciso que les sucede a otros. Lo que se cuenta en la novela, sin embargo, es la vida diaria, aburrida, en ocasiones con buenos momentos. No se narran los excesos, sino “eso” con lo que se convive diariamente. Una realidad que no es materia de los informativos, aunque trastoca vidas, generando desconfianza, cobardías, miserias. Los vecinos recelan de otros vecinos, los amigos de los amigos, las familias de un lado de las del otro. Un conocido puede ser delator, informante o asesino. Todos bajo  sospecha. Cuando algo semejante sucede la sociedad se diluye. Solamente queda el individuo con sus dudas, sus miedos, su identidad troceada. Se trata de una violencia  incorporada al quehacer diario. Nada narrable, por lo demás. Porque si se cuenta en el momento, nadie lo cree o no interesa creerlo. Por eso resulta tan atractivo el pasado. No cuesta aceptar lo que se dice de la Inquisición en comparación con lo sucede en el día a día. Del pasado cualquier cosa es asumible. Lo mismo, en el presente, resulta insoportable. La novela describe escenas de la vida cotidiana en los tiempos de plomo. La gente, en lugar de oxígeno, se habitúa a respirar metano.  Existen tipos de violencia. La que comentamos, sutilmente destructiva, se aloja en los lugares donde se originan las neurosis, las depresiones, un malestar confuso.

Nos trasladamos de lugar. Si antes fue en el País Vasco, algo parecido sucede en Catalunya. En ambos casos el causante es el mismo agente patógeno: el nacionalismo. En Catalunya, es cierto, no se producen crímenes, ni bombas (por ahora) que nos sean las de terroristas inmersos en batallas diferentes. La violencia aquí tampoco parece existir. No se percibe desde fuera, pero corroe las estructuras colectivas por dentro. Cualquiera puede ser tildado de traidor, renegado, sucursalista, enemigo del proyecto edénico. Marsé, Morán, Machado, Goya “Assenyalem – los”.  Señalémoslos. Señalar supone marcar; marcar es igual a apartar; apartar es condenar; condenar es segregar. No situarse con la mayoría trae problemas cuando alrededor todos sienten lo contrario. Nadar contra la corriente se transforma en un ejercicio extenuante. Si se quiere vivir con cierta tranquilidad o te subes a la ola y te desplazas con ella o estás muerto socialmente. Es una violencia soterrada, pero igualmente destructiva. La sociedad pierde su candor. De repente la gente se siente habitante de otra galaxia en la que se constata que el infierno son los otros.

En párrafos anteriores se ha descrito una violencia nada épica, solo cotidiana. Como cotidiana es el tipo de violencia que se instala, también, en otros ámbitos. Por ejemplo, en los partidos políticos cuando hay contrincantes que aspiran a ocupar espacios de poder. Los instalados “presionan” a sus amigos, a sus compañeros. Un hijo, un yerno, una nuera, un nieto, uno mismo, un negocio, una licencia, un cargo. Expectativas y realidades. Se enumeran insinuaciones, expresiones ambiguas, frases entrecortadas. Todo  vale. Máxime si se dispone de poder. En Toledo se pueden seguir, como si de un culebrón se tratara, las desventuras de un miembro de Podemos al que han dado una paliza colosal. ¡Y eso que no tienen poder y son nuevos! Imaginen cómo será en otros lados.  Algo similar puede ocurrir en el PSOE. Ya sucedió cuando hubo que elegir Secretario General Nacional. Las posiciones se polarizaron entre Sánchez o contra Sánchez. Se situó en un “ellos o nosotros” diabólico. La tensión se ha desplazado a los territorios: regionales, provinciales, locales. Y aparecen otras realidades más cercanas. Algunos de los que fueron héroes de la libertad en el “salto” nacional, se van destiñendo en los embates locales por miedos reales o imaginarios, temor a perder tal o cual cosa, cargo, o lo que sea. Es también violencia. Nadie se atreverá a hablar. El silencio cómplice se confunde con una “omertá” responsable. Los principios se volatilizan. La solidaridad, el compañerismo, los proyectos compartidos se convierten en sonidos huecos, de palo. Se funden los valores  y se sustituyen, desnudas, por ambiciones individuales. En las peleas partidarias hay gentes que piensan en  la hipoteca, la educación de los niños, el bienestar cotidiano. Es la realidad real. Los objetivos nobles son reemplazados por otros: la sumisión, el clientelismo, el descreimiento en las ideas que se creía compartir con otros. Cuando los intereses particulares predominan, la ideología y los proyectos transformadores se difuminan. De ninguna violencia se sale limpio.  Ni los que confrontan, ni los que cambian de bando, ni los que callan, ni los que se refugian en la gestión o en cualquier trinchera para que a ellos/as no les salpique. Cuanto más cercanos son los conflictos menos inocentes son las neutralidades. Sólo muestran las miserias particulares. Aunque es cierto que, desde hace algún tiempo, las miserias cotizan al alza en los mercados oportunistas. Los miserables y los sumisos obtienen premios. Violencia, violencia. Aunque, eso sí, cotidiana y algunos dicen que democrática.