Capilla Sixtina

Fue un proyecto colectivo

5 diciembre, 2017 00:00

Andan algunos atareados en desacreditar la Constitución de 1978. ¿Fue una conspiración de las élites del franquismo para mantenerse en el poder o fue una conspiración de los ciudadanos para  convertirse protagonistas de su propia historia? ¿Por qué el esfuerzo en descalificar a la Constitución del 78? Probablemente para no admitir que, este sí, fue un proyecto de los ciudadanos. Los españoles, vivieran donde vivieran o pertenecieran al grupo social al que pertenecieran, estaban hartos de la dictadura; estaban hartos de no formar parte de Europa en uno de sus momentos brillantes; estaban hartos de pasar el tiempo dando vueltas sobre sí mismos, lamentándose por  un siglo XIX fracasado o por un siglo XX desastroso. Los llantos y las prédicas de regeneracionistas y generación del 98 había que superarlas con hechos. Aún permanecían, supurantes, los recuerdos de una guerra civil y una postguerra monstruosas. Nadie quería repetir los errores de un tiempo  que desembocó en un enfrentamiento civil con sus secuelas de muertes inútiles, represiones brutales, exilios frustrantes y sensación antropológica de fracaso colectivo. El pacto de aquellos hombres y mujeres consistió en superar el pasado mediante la apuesta por el futuro. Fácil de enunciar, difícil de procurar. La democracia  se presentaba como en el gran exorcista de los males antiguos. Y había miedo.

La Constitución del 78  tiene que ver con el miedo. Efectivamente. El miedo de los ciudadanos a que sus elegidos no estuvieran a la altura de las exigencias. ¿Serían capaces los españoles de construir su futuro sin tutelas de ningún género? Eran momentos en los que se corría el riesgo de dar la razón a los grupos cercanos a la dictadura y otros que declaraban a los españoles  incompatibles con un sistema democrático. La idea compartida consistía en elaborar una Constitución que acabara con los tópicos de la dictadura, desactivara a los nostálgicos del régimen, agrupara en un mismo proyecto a vencedores y vencidos y se dispusiera de un instrumento que pudiera ser herencia para las siguientes generaciones. El temor al fracaso nutría el miedo de aquellos años. Nadie, por aquel entonces, creía que una Constitución fuera  un artilugio con obsolescencia programada o una prenda de temporada, adquirida en una tienda de precios bajos. Nadie creía que cada generación debiera hacer su Constitución. Las Constituciones, como en los países más acreditados, debían  durar siglos.

Uno de los apartados más complejo de la Constitución del 78 fue el de la organización territorial del Estado. Se buscaba incorporar en la gobernanza del País a vascos y catalanes que añoraban una autonomía que nunca llegaron a ejercer. Y al considerar el modelo de autonomía para vascos y catalanes beneficioso se amplió al resto de territorios. De ahí que surgiera una descentralización extensiva que no selectiva. Los territorios podrían ser iguales en niveles de autogobierno y formara parte del proyecto nacional. ¿No era esa una fórmula –profundización de la democracia, se decía entonces– de articular una efectiva, participativa y real democracia?  Se construyó bajo ese impulso un título VIII, ambiguo e impreciso, que nadie sería capaz de realizar en el presente. Era preciso disponer de un paraguas en el que se pudieran cobijar todas las interpretaciones o lecturas, por peregrinas que fueran. A nadie, ni a los nacionalistas más renuentes, se les hubiera ocurrido  quedarse fuera del proyecto que los ciudadanos sentían como suyo. Y como tal, se construyó y se votó por una inmensa mayoría. Se había  conseguido un proyecto colectivo. Una de las canciones, puestas de moda en esos días, repetía machaconamente “habla pueblo, habla”. Su discurso se recogió en una Constitución. Fue el proyecto de un pueblo para resolver algunos de sus problemas de siglos.