Capilla Sixtina

Carpe diem, con caviar

2 enero, 2018 00:00

Cuando ustedes lean el artículo habrá comenzado el año 2018. Unos días y horas antes habrán brindado, habrán abrazado y besado a amigos y familiares y habrán deseado un año bueno a conocidos y hasta desconocidos. Son los rituales de los inicios de un nuevo año. Y es que habitualmente nos autoengañamos con la idea  de que el  año que empieza será mejor que el anterior. Y puede que para algunos sea cierto y para otros una calamidad. Lo que deseamos es apartar lo malo de nuestras vidas. Aunque sin darnos cuenta, avanzamos hacia lo peor. Es en este caso el ritual de la vida.

En estas mismas fechas, al comienzo del 2017, escribí que todo iría a peor. Como así ha sido. Alguien me tildó de agorero. Las malas noticias, mejor no anunciarlas. Bastante tenemos con soportarlas. Y, sin embargo, calcular lo que puede suceder puede servir para prevenir y evitar conflictos o desastres. Pero carecemos de cultura anticipativa. No miramos más allá del horizonte de nuestra nariz. Aunque sean numerosos los efectos negativos que podríamos esquivar hemos aprendido, porque nos los han ensañado, a lamentarnos cuando ocurren las desgracias. Nos ofuscamos, cuando ya no se puede hacer nada. Entonces, como mecanismo defensivo, individual o colectivo, culpamos a alguien externo. Los gobiernos y los políticos siempre son un objetivo de consenso. Actuando de esta manera somos inocentes interiormente. En los manuales de autoayuda se repite como un mantra una expresión que pretende dar la solución. Toma el control de tu vida, dicen. Una frase que suena bien, pero difícil de conseguir. Pocos hablan de analizar correctamente  las consecuencias de los que vayamos a hacer. Y es que cuanto ocurre  es el resultado de decisiones anteriores. Nada existe que no esté interrelacionado con el presente o con el pasado.

A algún lector le puede parecer que lo escrito en párrafos anteriores suena a  sermón dominical o a tópico de gente bien intencionada. A mí me parecen ambas cosas. Lo que no quiere decir que no haya que controlar la propia trayectoria vital. Lo cual sólo es posible  cuando uno se conoce a sí mismo y es capaz de analizar, sin emociones ni engaños, las situaciones simples o complejas que diariamente se presentan. Enlaza, a su vez, con un concepto que produce alergia en el personal: responsabilidad. Nadie se ve responsable de nada. Ni nadie quiere serlo. Cuanto ocurre lo hace por azar o casualidad. Todo debe ser gratis o, si hubiera que pagar, que sean otros los que paguen. Actitud que nos aboca a una especie de infancia estirada. Peter Pan, aspirante a ser eternamente joven y eternamente feliz. Se simula vivir en una ingenuidad edulcorada por lo que cuanto sucede, sucede al margen de nuestras decisiones y de nuestras vidas. Ya somos productos de la factoría Disney. Indefinidamente inocentes, habitamos territorios de lobos (nosotros también podemos ser lobos), empujados por el instinto ingenuo de un dibujo animado. Aspiramos al “carpe diem”, a ser posible, con caviar. Exigimos lo bueno, e inmediatamente, porque lo valemos. Ningún esfuerzo, ningún  proyecto colectivo. Egocéntricos de cómic. Pero no debiéramos olvidar la sabiduría ancestral. Quién más vive y mejor es quién más sabe, más entiende y más consciente es de sus ignorancias y carencias. Lo enunciaron los griegos antiguos. Se diría que aprendimos poco o nada o lo hemos olvidado en algún camino. Nos comportamos como si debiéramos inventar el mundo todos los días. Claro que eso no quedaría mal si fuéramos conscientes de que no es más que una táctica de supervivencia. Lo que toca siempre es mejorar lo que ya existe y dedicarse a cosas más interesantes que tú mismo.