Un final inesperado
Imposible imaginar un final tan duro, tan brutal. Se parece mucho a los reajustes de la mafia, tal como se nos cuenta en las películas. Los hechos suceden no por cuestiones personales, sino por negocio. Desde que apareciera lo del “máster” de la señora Cifuentes, sabíamos su final, aunque ella se obstinara en evitarlo. Lo intentó. Y ese intento de supervivencia a toda costa desencadenó el espectáculo que hemos visto entre atónitos, sorprendidos y estupefactos. Un final semejante era imprevisible. Y menos, cuando ha sido propiciado por un medio digital del arco ideológico más al límite de la derecha. Se rumorea que recibió ayudas para su lanzamiento de una dama influyente del PP. Ni Hitchcock ni Scorsese hubieran recurrido a un final tan delirante. Ellos, al fin y al cabo, tratan con la ficción. Inevitable recordar en estos días la consigna, entre trágica y obscena, de la señora Cospedal en Sevilla: “Tenemos que defender lo nuestro y a los nuestros”. En la película de Scorsese, recién nombrado premio Princesa de Asturias, “Uno de los Nuestros”, un miembro clave del grupo (el actor Joe Pesci) tiene que morir justo cuando va a ser nombrado miembro importante de la organización. Creaba demasiados problemas con sus impulsos incontrolados. Cuándo se veía como sucesora de Rajoy, esta mujer que admitió que, en ocasiones, se “hacía la rubia” (tradúzcase como ingenua, despistada, aunque irresistible) tenía que morir políticamente. Demasiado ruido, si nos atenemos a las pistas que unos y otros de la misma organización difunden por vías distintas.
Mirado desde la distancia, lo que no siempre es posible, el PP entró en la Comunidad de Madrid con el pie torcido, muy torcido: el silenciado “tamayazo”, una trama ardiente de prácticas mafiosas e intereses espectaculares de la que ignoramos casi todo. El final de la señora Cifuentes ha sido acorde con el modelo instaurado por la señora Aguirre. Para que luego digan que no existe justicia, al menos, poética. Algunos de los señalados como ejecutores han aparecido en conversaciones privadas, jurando que a esa señora se “las harían pasar putas”. Había tocado donde no debía. Y así ha resultado. Tras un proceso de sufrimientos incontrolados, un final miserable. Hasta aquí la historia en la que han participado el fuego amigo –nada tan cruel como los compañeros que se juegan su posición-, la oposición que ha aprovechado la oportunidad de desgastar al adversario y la voracidad de los medios de comunicación, enzarzados en una competencia feroz por obtener niveles de audiencia o de lectores.
Pero la batalla ha abierto un frente que desconocemos cómo se desenvolverá, si es que no se diluye en el mar de otras informaciones de mayor atractivo circense: las actuaciones de la Universidad española. Una institución cuya autonomía no ha servido para garantizar la trasparencia y la independencia del poder político. Bastantes de los temas que afectan a la Universidad se continúan cociendo en fuegos en los que, con diversos pretextos, escapan a los controles democráticos. La financiación, los niveles de eficacia y de eficiencia, la reordenación de carreras y especialidades en función de las demandas de la sociedad, la provisión de plazas, el empleo de los “másteres” como métodos complementarios de ingresos e influencias, los controles de calidad de la enseñanza, la investigación más allá de la necesidad de completar un currículum personal, continúan siendo temas para ser conocidos por la sociedad a la que sirven. Pero no desde posiciones dogmáticas o demagógicas, sino desde las urgencias que la sociedad tiene de que la Universidad sea uno de los ejes centrales de su evolución. El futuro de los ciudadanos depende en buena parte de las Universidades.