El horror de la gente corriente
Ayer, lunes, 27 de enero del año 2020, se cumplieron 75 años de la liberación de Auschwitz. Es el dato. Ahora, una suposición. Pocos sabrán del campo de exterminio de Auschwitz. Tal vez alguien tenga una imagen estereotipada del lugar por películas como “La Lista de Schindler, “El Pianista”, “La vida es bella” o novelas de moda. Y, sin embargo, Auschwitz es una sensación estremecedora, el relato de un horror después del cual la poesía ya no sería posible, según expresión de Adorno. Los sucesos de Auschwitz se sitúan demasiado lejos en el tiempo y demasiado lejos en el espacio, enemigos despiadados de la memoria. Construido por los alemanes en la invadida Polonia, durante la Segunda Guerra Mundial, pareciera gestionado por demonios para aplicar modos ilimitados de destruir a disidentes políticos, judíos, homosexuales, gitanos, resistentes, presos de guerra, mujeres, ancianos, niños y cuantos molestaran al fascismo imperante.
Se habían ensayado ya métodos de exterminio masivo de humanos en el África colonial. Auschwitz se convirtió en una inmensa maquinaria de destrucción física y sicológica para culminar en la muerte industrializada. Visité Auschwitz un día gris, neblinoso, frío, lúgubre, como un anticipo del invierno crudo: “De octubre a abril, de cada diez de nosotros, morirán siete”, escribe Primo Levi. En la entrada, a modo de recibimiento feroz, la frase “Arbeit Macht Frei”, “El trabajo nos hace libres”, ironía macabra en un lugar en el que la única salida, según se anunciaba, era por las chimeneas de Birkenau. Es decir, como cenizas.
Vimos zapatos, zapatos de todos los tamaños y de todas las formas, amontonados. Los zapatos evocaban los muertos, pero también hablaban de la vida diaria en el campo de concentración. Los zapatos resultaban fundamentales para morir o sobrevivir. De nuevo, Primo Levi: “La muerte empieza por los zapatos: se han convertido, para la mayoría de nosotros, en auténticos instrumentos de tortura que, después de largas horas de marcha, ocasionan dolorosas heridas las cuales fatalmente se infectan”. Se hinchan los pies y, cuanto más se hinchan, más insoportables resultan. “Pero entrar en el hospital con el diagnostico de pies hinchados es extraordinariamente peligroso, porque es bien sabido por todos, y especialmente por los SS, que de este mal aquí es imposible curarse”.
Después llegó la visita de los cabellos. Pelos de gente, empleados para distintas artesanías y necesidades. A continuación, las cámaras donde se hacinaba a los presos y se les gaseaba con Ziklón B; de seguido, los crematorios, los “Block”, en los que dormir, con el temblor del día que terminaba, resultaba una pesadilla porque se juntaba con el miedo a lo que sucediera al día siguiente. Difícil, en esos momentos, no sentir la pesada presión de los gemidos, plegarias, lamentos, el dolor y sufrimientos de miles de personas que permanecen en el aire, ratificando lo que sabemos por las experiencias de los supervivientes. Un Papa formuló, en este campo de concentración, una interrogante casi pagana: ¿Dónde estaba Dios? Es la pregunta que se hicieron, y aún se hacen, cuantos llegan al “Lager”, sean o no creyentes.
Pero a aquella tragedia infinita se añade la tragedia de ser realizada por gente corriente. Cuantos participaron, conocidos o sin conocer, lo hicieron cumpliendo con su deber y obedeciendo órdenes, según sus expresiones. Mediocres, cabreados, frustrados, anónimos, insignificantes, arribistas, oportunistas, tontos, enfermos del alma, gentes corrientes de todas la sicologías encontraron dentro de la burocracia nazi la oportunidad de ascender y disfrutar del poder. Solo se precisaba ser disciplinado, obediente y servir dócilmente al mando. Auschwitz simboliza, además de todos los horrores universales, el horror que puede causar la gente corriente en cualquier momento o en circunstancias imprevistas.