La democracia en América
Si Alexis de Tocqueville levantara la cabeza contemplaría, estupefacto, cómo ha evolucionado la democracia en América que tanto le entusiasmó. No comprendería que el propio garante de esa democracia la cuestionara desde dentro de las instituciones que ha regido y controlado. Pero está ocurriendo. Y el deterioro aparejado de la democracia que, en sus inicios pareció el modelo a aplicar en otros lugares, ha dejado de ser un ejemplo a imitar.
Los inmigrantes europeos que huían de sus países para evitar la pobreza, las restricciones políticas y religiosas o las pésimas condiciones de vida, quisieron construir en el Nuevo Mundo nuevas formas de gobierno en las que resultara fácil entenderse y relacionarse. Buscaban otras maneras, menos hostiles que las que habían vivido en sus lugares de origen, de solucionar los conflictos de convivencia. Se distanciaban de las relaciones estamentales y de los corsés que, a lo largo de siglos, se habían ido creando. Es cierto que para construir el nuevo modelo se llevaron por delante a la gran mayoría de los nativos de los territorios a los que llegaban. El modelo era conocido en Europa desde el siglo XVI. Se declaraban inferiores y salvajes a los naturales y en base a tales consideraciones se legitimaba su eliminación. Incrementaron la esclavitud de las gentes de color diferente –otro mal comienzo- sobre quienes ya en Europa se había establecido la idea de su inferioridad. También se desilusionaría Tocqueville porque, varios siglos después, las relaciones discriminatorias entre gentes diversas no se hayan superado aún. Los herederos de aquellos pioneros, en excesivas situaciones violentos, se han revelado igual de violentos y ahora con dificultades para discernir entre democracia y autocracia.
Cerca de setenta millones han votado para presidente de su país a un personaje histriónico, mentiroso, infantil, nepótico y posiblemente corrupto. Un presidente en el sistema, antisistema. Nada nuevo bajo el foco de la Historia, que no sirve para evitar errores históricos. No le gusta al presidente la democracia tal como fue concebida en sus inicios y posteriores desarrollos. No le gustan las instituciones que se fueron creando para evitar que unos cuantos avispados o tramposos se hicieran con el poder y terminaran imponiendo gobiernos dinásticos. No había que desconfiar de las personas, pensaban, pero sí de quienes que accedían al poder. Por sus experiencias conocían lo que supone el ejercicio en monopolio del poder. Esa precaución la han olvidado los millones de personas que han votado a Trump. Un tipo que niega la validez de los resultados que no le favorecen. La democracia deslizándose hacia la autarquía. Sus instrucciones de parar de “contar votos” donde pierde y “continuar contando” donde gana, no dejan lugar a dudas de su comprensión de la democracia. La religión se ha fracturado en sectas y los peregrinos, en busca de una tierra de leche y miel, se han convertido en creyentes integristas e intransigentes. Las armas circulan por millones entre los ciudadanos y los servicios sanitarios, educativos y sociales son más que deficientes y discriminatorios.
Biden ha sumado más votos populares y ha acumulado más delegados. Ahora queda por analizar la profundidad de las heridas que vaya a dejar Trump tanto en la sociedad como en el Partido Republicano. Este probablemente se adentrará en una crisis interna como la anterior en la que aterrizó Trump. Habrá que estar atentos a si mantienen las propuestas populistas o apuestan por valores conservadores, pero democráticos. Y es que la democracia de América de ser ejemplar corre el riesgo de transformarse en una amenaza. Desde que Alexis de Tocqueville escribiera la “Democracia en América” han transcurrido varios siglos. Y, al parecer, allí han ido a peor.