Francisco Carvajal Gómez lleva años involucrado en la aventura extraordinaria de rescatar libros de autores clásicos que tratan sobre Toledo. Lo hizo con “Ángel Guerra”, de Galdós; vino después Félix Urabayen y ahora le ha tocado a Blasco Ibáñez y su novela, de 1903, “La Catedral”. Imposible tratar de explicar los complejos impulsos que orientan a un hombre hacia una actividad tan difícil y, por otra parte, tan gratificante como es la de editar libros.
Pero para que la novela no fuera una edición más, ha recurrido a diversos auxilios. Primero, Juan Carlos Pantoja Rivero, escritor y filólogo, entusiasmado con las leyes y comportamientos del lenguaje, ha elaborado una introducción rigurosa, unas notas a pie de página aclarativas y la pretensión de conseguir lo más próximo a la versión definitiva, entre varias ediciones diferentes. Blasco Ibáñez debía ser un hiperactivo que revisaba y cambiaba los textos cuando se iban a reeditar. El segundo recurso, empleado por Francisco Carvajal para convertir esta edición en una primicia, ha consistido en incorporar, por un lado, las crónicas que Blasco Ibáñez escribió sobre Toledo para publicar en el diario valenciano El Pueblo, y por otro, las ilustraciones, muy próximas al comic, de José Segrelles, con quien mantuvo una productiva colaboración. Ha conseguido así una edición completa en la que se recoge el “todo Blasco Ibáñez” de Toledo. Toledo representaba a comienzos de siglo la nostalgia enfermiza de un tiempo de grandezas que solo existían en la visión romántica de la Generación del 98
La acción de la novela y la vida de los personajes transcurren entre las Claverías y las naves y capillas del templo. Cisneros pretendía reformar las costumbres y vidas licenciosas de canónigos y beneficiados y para conseguirlo había recurrido el modelo monacal. Anexo al templo, que a su vez se levantó sobre la mezquita principal, construyó un claustro imponente con una planta de viviendas para alojarlos. No terminó. Y lo que iban a ser habitáculos amplios para ilustres canónigos quedó reducido a viviendas humildes para los trabajadores de la iglesia, aunque algún religioso se alojara, como D. Antolín, “el Vara de plata”, antagonista del huido Gabriel Luna.
Aquí tuvo alojamiento también el pintor canario Gregorio Toledano, cuando tras la guerra civil fue encargado de reconstruir las vidrieras que habían saltado en pedazos por las ondas de las bombas contra el Alcázar. En ese escenario cerrado y opresivo se desarrollan los últimos años de Gabriel Luna. Y pasan cosas. Expone sus teorías sobre la decadencia de España, hace pedagogía política, proclama la igualdad entre los hombres, ensalza la ciencia como instrumento de superación, sufre y se enamora de Sagrario, un amor crepuscular y aséptico.
Republicano y liberal, Blasco Ibáñez se adscribe a las teorías de la “Institución Libre de Enseñanza”, aunque aparece, sin decirlo (la denominada “la idea”), la acracia aventurera entre la religión y el terror que bullía en la Barcelona de la época. Allí había participado en los movimientos que ardían en sus calles, convertido en un líder admirado y respetado. A Toledo, su lugar de origen, vuelve para esconderse, enfermo, desencantado y perseguido por la guardia civil. Es el refugio perfecto: una ciudad pequeña, un recinto religioso protegido, un mundo girando sobre sus propias miserias. La acción es mínima, cercana al folletín, pero los discursos y su visión de la historia son el testimonio de un tiempo y una ideología ya superados. El libro, reeditado por Francisco Carvajal, merece ser considerado una joya bibliográfica. Una novela para descubrir algunos de los secretos de la catedral y aprender a admirar sus tesoros y sus riquezas.